Farsantes

Capítulo dos: A

Apolo: Dios de la belleza, la perfección, la armonía, el equilibrio y la razón.

Apolo sentía que todo era muy aburrido.

El absurdo de la vida jamás se le hizo tan presente como en esos días. Se suponía que tenía entendido el que debía buscar su motivo de existencia, pero no había, y recién lo notaba. No tenía idea, ni la más mínima idea de qué hacía aquí.

¿Cuál era su propósito? ¿Por qué lo tenía? ¿Quién se lo había dado? ¿Estaba bien vivir con que alguien más le otorgara un propósito? ¿No es eso algo mucho más personal? ¿Qué sentido tenía todo? ¿Qué sentido tenía él?

Su cabeza no se quedaba en silencio, seguía y seguía, todo el día, todos los días, haciendo preguntas que no podía responder. Y fue así como llegó a ser lo que era, a convertirse en eso. Cuando de tantas preguntas que se hizo, decidió no darle importancia a ninguna, y aceptar el absurdo, aunque se pudriera por dentro mirando a las personas como idiotas que no entendían que debían ser infelices. Siempre tan hipócritas, siempre ignorando el sufrimiento que deberían estar sintiendo.

Más que claro quedaba que jamás se había enamorado, ni siquiera amaba a su familia, el sin sentido que lo rodeaba había consumido cualquier rastro de amor que hubiera podido llegar a sentir.

Intentó con la música, intentó con el arte, con los deportes, con cualquier ámbito que se le ocurrió, pero nada terminaba de convencerle. Lo llevaron a psicólogos y a psiquiatras porque se dieron cuenta de su drástico cambio de personalidad, pero eso tampoco surgió ningún efecto.

De todos modos, la verdad era otra.

Solo aparentaba, él era en verdad increíblemente sensible.

Lloraba por la noche antes de dormir por no saber qué hacer. Lloraba por no poder querer a su familia, a su gente, y solo velar por sí mismo. Era un monstruo, y no sabía cómo cambiarlo. ¿Era en verdad su culpa no encontrar la importancia de nada, y a la vez, encontrar la importancia de todo?

Todo este estrés comenzó a acumularse, y a traducirse en forma de dolores de cabeza. Horribles dolores de cabeza.

Su vida, al menos para él, no tenía remedio. No había solución posible, y la que pareciese ser una, solo iba a ser temporal, porque el sentido nadie iba a otorgárselo. El sentido tenía que buscarlo y encontrarlo en sí mismo, y ya se había cansado.

Un día sábado lo decidió, iba a suicidarse ese mismo día.

Estaba fumando en la plaza, y lo decidió. Repentinamente, sin sentido, como todo lo que conocía.

Cuando entró al edificio para subir luego a su departamento y cortarse con un cuchillo la yugular, escuchó al que parecía ser el chico recepcionista llamándolo, la verdad no lo conocía, no salía prácticamente nunca.

—¡Hey! ¿Es usted el señor del 135, no? Le dejaron una carta, una chica muy linda me dijo que se la entregara personalmente. —Sonrió, mostrándole un sobre de color amarillo mostaza.

Miró el brazo extendido de aquel hombre, y luego lo miró a los ojos por un par de segundos.

—No gracias, no me interesa.

«Quédesela si la chica era tan linda. Se ve que a usted le importa más que a mí.» Pensó.

Se propuso seguir su camino, cuando lo volvió a escuchar.

—Mira, pedazo de imbécil antipático, te vas a quedar con el maldito sobre, ¿entiendes?

Lo miró nuevamente, casi intrigado, no por el cuerpo del que parecía ser el verdadero trabajador de recepción que estaba en el piso cubierto de sangre, sino por la forma en la que lo había tratado. Jodido maleducado.

—Gracias por el sobre, deberías limpiar eso.

Nuevamente dio un paso antes de ser interrumpido por la voz, ya molesta, del descerebrado de turno.

—No, no, tú no te vas de aquí sin leer lo que hay dentro. —Lo vio apuntarlo con el arma, y se volteó hacia él.

Se le ocurrió debatir con lo poco que le importaba ser asesinado ahí mismo, pero la verdad sí le importó, quería ser él quien se suicidara, no un idiota sin educación como el que tenía en frente.

—Está bien, está bien —dijo, y se acercó a tomar la carta.

La abrió, y vio el contenido, leyéndola mientras daba lentos pasos hacia el ascensor.

Una letra "A" grande y azul, en la parte de arriba de la tarjeta blanca, acompañado de una letra cursiva que decía: "Eres un farsante, ¿no estás cansado de buscar una razón?".

Oyó por última vez la voz del alto chico, que esta vez no se le hizo para nada molesta.

¿No has pensado que buscar el sentido de tu vida sea el sentido de tu vida, pequeño Apolo?

¿Apolo, quién es Apolo? Mi nombre es Alex.

Miró hacia el mostrador, pero el que estaba ahí... era el señor que antes estaba en el piso.



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En el texto hay: asesinatos, psicopatas, dioses griegos

Editado: 14.08.2018

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