Filia 7

CAPÍTULO 3 - EL DEPRAVADO Y ABYZOU

La zorra profesaba un amor desmedido por mi hermano mayor, del que evito recordar su nombre porque, de nuevo imitando a mi hermana, lo he llamado el depravado. Cuando nací, él tenía 15 años y el hábito de meter niños a la casa para abusar de ellos. Estoy segura que la zorra sabía, solo que se desentendía para solaparlo.

—Tienes prohibido molestar a tu hermano cuando esté con sus amigos —me advirtió desde muy pequeña.

Llegué a normalizar el hecho de que los “amigos” del depravado fueran niños entre 5 y 12 años, cuando él tenía más de 20. Los atraía con golosinas, comida, videojuegos y dinero. Los metía a su cuarto, donde veían películas con sonidos que me resultaban extraños en ese tiempo.

Siempre le tuve miedo pues asociaba su apariencia con la de un buitre. Medía cerca de 1.90 m, era flacucho con una nariz ganchuda. Su piel blanca parecía estar sucia. Solía vestir jeans, camisas y gorras de mezclilla. Tenía la mirada perdida y era incapaz de sostener una conversación coherente. Era depresivo y amenazaba a la zorra con quitarse la vida, razón por la que ella trataba de complacerlo en todo.

— ¿Qué haces? —preguntó ella cierta vez, cuando me vio comer vorazmente con las manos un poco de arroz con pollo que estaba dentro de un recipiente desechable en la mesa.

—Yo, yo, solo... tengo hambre —contesté aterrorizada.

— ¡Maldita rata! —Dijo y me soltó una bofetada. Sentí cómo mis pequeñas muelas de leche se movían y las escupí en un charco de sangre—. He dejado claro que el único que puede comer lo que traigo es mi hijo. Tú y la otra cucaracha deben conseguir su comida. Agradezcan que no las eche a la calle.

El depravado, solo compartía lo que la zorra le daba si mi hermana y yo nos dejábamos tocar. Ella lo permitió muchas veces, por hambre. Aunque nunca lo dijo, estoy segura que también la violó. En mi caso, debí soportar su acoso y manoseos; sin embargo, por alguna razón que hoy no entiendo, nunca logró mancillarme. No es que no lo haya intentado, solo que siempre ocurría algo que le hacía detenerse: la zorra llegaba y lo llamaba, algún vecino tocaba la puerta, le daba un dolor fuerte en el estómago, se iba la luz y otros eventos oportunos. Cuando tenía siete años, me hizo subir a la parrilla de su bicicleta y manejó por calles desconocidas; de repente algo me impulsó a saltar y corrí despavorida; por suerte no me siguió y pude llegar bien a casa. La última vez, me dio un golpe en la cara y me arrancó la ropa; de repente explotó un tanque de gas en algún lugar y los vidrios de las ventanas se rompieron en pedazos.

—Tienes pacto con el diablo, maldita escuincla —dijo asustado y huyó. A partir de ahí me evitó, cosa que fue de gran alivio.

— ¿Qué quieres comer mi rey? —le preguntaba la zorra cuando no le apetecía lo que había llevado.

—Una hamburguesa del centro comercial, un pan de elote y un licuado de fresas del mercadito —respondía con frecuencia.

Usualmente, sus antojos debían ser adquiridos en sitios diferentes, bastante lejos uno del otro y la zorra enviaba a mi hermana o a mí sin importar la hora que fuera. En una ocasión caminé por dos horas hasta que conseguí lo que me habían encomendado. Era imposible engañarlo ya que tenía bien identificados los sabores.

La señora Eva, una vecina anciana que actuaba como abuela bondadosa, fue mi ángel por mucho tiempo. Solía darme ropa y comida, contarme cuentos y hacerme compañía. Cierta vez me regaló un recipiente con caldo de camarones. Me serví en un plato dispuesta a disfrutar esa delicia pero la zorra se detuvo junto a mí antes de irse.

— ¿Quién te dio eso? —preguntó gritando.

—La, la se-ño-ra E-va —dije tartamudeando como siempre que debía contestarle.

—Tómate solamente el caldo, los camarones son para tu hermano —gruñó.

—E-es-tá bien —respondí temblando. Ella se marchó a toda prisa satisfecha.

En un acto de rebeldía, comí todo, incluso lamí las paredes del recipiente dispuesta a asumir las consecuencias. Por fortuna ninguno de los dos apareció hasta el día siguiente.

Mi hermana era dos años menor que el depravado. Tal vez por ser de padres diferentes, nadie creería que compartíamos un vínculo de sangre. Apenas alcanzaba 1.50 m, era delgada, de postura encorvada, oscuro cabello rebelde, piel morena y ojos saltones. Tuvo qué cuidarme de pequeña por órdenes de la zorra, quien le propinaba severas palizas si no me cambiaba los pañales, bañaba o alimentaba. Quizá por eso me tenía tanto odio. Las historias del anticristo se quedan cortas ante su nivel de maldad. La vi matar perros y gatos sin compasión; tumbar pájaros con su resortera y ultimarlos dejándoles caer una piedra en la cabeza. Solía hacer daño a los niños que el depravado llevaba a la casa; los vestía de mujer, les trasquilaba el cabello, les aventaba cubetas de agua fría, les daba los restos de licor que la zorra dejaba en las botellas, entre otras cosas. El depravado la llamaba Abyzou. Cuando me pegaba, se le dibujaba una sonrisa sádica y sus ojos parecían brillar. Profesaba tanto odio por la zorra y el depravado que en una ocasión me dijo que más adelante los mataría.

—Voy a salir, si la zorra pregunta, le dices que fui a conseguir comida, ¿entendiste? —me miraba como si quisiera fulminarme, yo asentía tratando de no molestarla.

Desaparecía todos los días, a veces pasaba la noche fuera sin que a alguien le importara. Por fortuna dejó de maltratarme cuando no tuvo qué hacerse cargo más de mí. Lo que sea que hiciera en la calle la mantenía ocupada.




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