Crear un personaje...
Vaya tarea olímpica a la que nos enfrentamos con la acción más cercana a crear vida, cosa que es la fantasía de cualquier bioquímico. Pero claro, la metáfora resulta penosa si tomamos en cuenta que en primaria reprobamos ciencias naturales por presentarle a la maestra el negro cadáver de una arveja que nunca brotó porque de repente se nos olvidó que los seres vivos necesitan agua para continuar en este plano existencial.
En fin. Los personajes de ficción son como perros. Y no, no es un insulto del todo, ya que si lo pensamos detenidamente existen "razas" de sobra para elegir. Pero es obvio que si de algo se caracteriza la poderosísima mente humana es en no darse por conformista en los asuntos más estúpidos que se nos puedan ocurrir. Y luego nos vemos ahí frente al teclado jugando con la genética literaria solo para tener como resultado un simbólico pug que nadie pidió para añadir a la lista canina. Das dos pasos atrás y te tomas tu tiempo para contemplar a tu revolucionaria inventiva que apenas batalla por respirar. En tus adentros admites que no está muy guapo que digamos pero en un intento de salvación agregas la carta infalible: Decir que es "adorable" y "lindo". Esa clase de lindura que le atribuyes a una tarántula de peluche.
¡Ah! Pero existe la ficha. La infaltable personalidad que bien trabajada puede compensar cualquier aterrador diseño. No obstante no olvidemos que estamos hablando de personitas especiales como nosotros cuya única cosa que se nos quedó de las clases de psicología del colegio es que Psíco significa alma y Logía significa estudio. Con ironía de por medio esa información nos deja con un "ah bueno" parados en el mismo sitio donde empezamos.
Pero trabajamos duro. Y vaya que somos bárbaros esforzándonos y teatralizando dicho esfuerzo al punto de que solo nos falte darle descargas a la laptop y gritar "¡Está vivo!"
Y siguiendo la línea de nuestro teatral ego, nunca falta esa ocasión en la que todos los astros se juntan y concebimos un personaje al que no le vemos falla alguna. Fisionomía y ropa no demasiado exageradas, un nombre no demasiado exótico. Y la cereza del pastel. No es el típico sujeto normal que un día descubre que tiene superpoderes. En resumen, de esos virtuosos accidentes de un escritor que ocurren una de cada mil veces. Entonces abres la ventana, inflas el pecho y levantas los brazos victorioso convencido de que algún ancestro vikingo tuyo bajó del mismísimo Valhala para inspirarte mientras dormías. Claro, al menos hasta que decidas darle su papel en una trama.
Ahí es donde los humanos tenemos una nueva oportunidad de mandar todo al diablo, y siendo sincero, dicho diablo casi siempre queda agradecido de recibir tanta porquería de nuestra parte pues no necesitamos inventar una profecía para convertir a nuestra adorada creación en el elegido supremo que salvará el día porque por alguna razón es el único que puede hacerlo y contra todas las probabilidades estará en el lugar y momento adecuado. Pero bueno, prefiero no adentrarme demasiado en ese oscuro paradigma.
Por ahí dicen que nuestros personajes los basamos en nosotros mismos pero bien podríamos seguir engañándonos por el bien de ese chiquitín frágil que tenemos en el interior y al que llamamos ego, pues el “el yo” no es lo mismo que el “ideal del yo” pero como dije anteriormente, no tiene sentido quemarnos el cerebro intentando recuperar aquellas pedazos de las clases de psicología cuyos textos tiramos a la basura hace un buen rato. Basta decir que hasta el más perdedor de nuestros personajes tienen una parte que envidiamos y que nunca nos será posible alcanzar.
Pero de todas formas, los personajes son como hijos para nosotros. Y adefesios o no, igual los queremos. Además aquí entre nosotros, algunas tarántulas de peluche me parecen de lo más adorables.