Berlín, Alemania, agosto del 2015.
Oficina Federal de Investigación...
—Oh, no. ¿Acaso te estás volviendo loco? —cuestiono con inmediatez la absurda idea propuesta por Schmidt—. Es una mala idea. ¡Por favor! ¿Qué digo mala idea? ¡Es una horrible, descabellada, horrorosa, pésima idea! —enumero con mis dedos, haciéndole saber que en realidad lo que acaba de proponer es uno de los planes más terrible que ha ideado para la OFIC.
Un fastidio se dibuja en su mirada oscura y no me inmuto ni un pelo el volver a recalcar mi desagrado ante la idea que me ha comentado. Sé, que a estas alturas del juego, su propuesta esa ideal, es buena. Pero a pesar de saber eso no puedo evitar no querer la como primera opción. Debe haber más ¡estoy segura que si! Esta no puede ser la única alternativa a esta situación que ya se nos está comenzando a salir de las manos.
Me dejo caer en la silla con pesadez, mi cabeza la dejo reposar en el aire y siento la mirada punzante de Schmidt sobre mí. Clavo los dedos en mi sien ante sus palabras que no deja de resonar en mi mente y vuelvo a tomar la misma posición de antes, lo miro, directo a los ojos y recalco que solo a una mente poco pensante como a la de él se le puede ocurrir tan "maravilloso plan".
—¿Acaso tienes una mejor idea? —refuta, con una diversión que me deja saber que va a ganar esta partida a como dé lugar.
—Escucha Schmidt —Envuelvo mis dedos en el apoyo de brazo de la silla y lo atraigo hacia mi —, ella apenas si recuerda qué día es hoy. ¿Cómo pretendes meterla de lleno en aquella madriguera? ¡En todo esto que en parte es su culpa! Mejor vamos, la matamos nosotros y asunto resuelto.
El muy condenado solo sonríe y me estremezco un poco, inevitablemente.
Me alejo a la misma velocidad en que esos labios carmesí se despliegan a los costado de su rostro perfilado por unas gafas y una barba naciente.
Ay, no. No puede ser.
—No lo puedo creer ¡¿Ya lo hiciste?!—lo acuso.
—Me declaro culpable —admite en medio de una sonrisa triunfal —.Y no hay nada que puedas hacer, ya hable con él.
Cuando hace referencia a él, mis palabras se regresan de vuelta para dentro. ¿Para qué hablar? Ya era inútil hacerlo. Si él sabía de esto, y por lo que entendí estaba de acuerdo, mi opinión no iba a importar nada.
Schmidt se pone sobre sus pies y su altura intimidante llena por completo mi campo de visión, me hace un gesto con la cabeza y lo último que veo es sus pisadas cautelosas complementandose del todo con el vacío de la habitación, se va y me deja con una sensación burbujeante en la garganta.
—Ya no hay marcha atrás, ¿verdad? —Espero con ansias una respuesta que no llega. Miro a mi alrededor y dejo caer mis hombros con pesadez —.Sin duda, no hay marcha atrás.
Tomo las carpetas y mientras recorro el mismo camino de Schmidt las voy ordenando. Pero la realidad es que mi cabeza está en otro lado, en uno que me atemoriza tan siquiera llegar a recordar; por peligroso, por el miedo que me provoca, por lo que puede llegar a dejar cuando viene y se va. Si, en este trabajo se vive de ello. Pero en esta oportunidad, en este caso particular, el riesgo de peligro es mucho mayor ya que la amenaza es completamente conocida pero a la vez incierta. Tiene un rostro, pero una mente vacía. ¿Qué haces con ello? ¿Qué haces cuando conoces el rostro del peligro pero no tienes la mas minima idea de lo que te depara si te acercas más de lo necesario? ¿Arriesgas? ¿Te arriesgas a ver qué sucede?
Nunca sabes qué podrá pasar.
Nunca lo sabes, porque cuando tienes una amenaza y piensas en todas las posibles opciones para salir ilesa de ella, una, y solo una es la que te puede liberar. Y apuestas a esa sola oportunidad convencida de ganar ese juego entrelazado de nudos tenebrosos y maquiavélicos. Tiras los dados convencida de obtener aquello por lo que inicialmente comenzaste a apostar, se detienen, te das cuenta que el número no te conduce al fin del juego. Y es ahí, justo en ese lugar, donde te das cuenta que no siempre la primera opción es la que te salva, a veces, es la que te mata.
Como aquella vez.
Aun recuerdo cuando su caso llegó a mis manos, aún puedo saborear el deleite de explorar toda aquella información pero también puedo recordar la amargura que me dejo indagar y saber todo aquello. Y como olvidarme de sentir, aun siento en mi piel el dolor de aquel día. Y los recuerdos, ¿qué hago con ellos? Aunque intento olvidarlos, se me es imposible por la marca que guarda mi cuerpo.
Aquello no fue mi culpa —no fue mi culpa—, es el mantra que me repito cada amanecer que miro la cicatriz que va desde mi tobillo hasta un poco más arriba de mi rodilla izquierda.
Pero, como la culpa es un dulce amargo, no puedo evitar pensar que quizás, solo quizás, si hubiera podido detectar aquello a tiempo hubiera podido evitar aquella masacre donde... Detengo mi caminar y miro mi dedo anular vacío, levemente una marca lo rodea y es ligeramente perceptible ante los ojos curiosos —no fue mi culpa—,que desde que sucedió aquel error, hacen de cuenta que nada paso. Yo también lo intento, pero no ha sido fácil. Su muerte es la mayor cruz que llevo a mi espalda.