Ya que estábamos en el hospital, y el hospital quedaba en el pueblo, no necesitamos llamar a ningún taxi, sólo salimos caminando por la puerta principal, y nos dirigimos al pequeño centro, donde se concentraban todos los negocios y locales de servicio que disponía el pueblo, que por cierto no eran muchos, no los conté, pero estaba segura que me alcanzarían los dedos de las manos para contarlos.
Caminamos, uno al lado del otro, y a pesar de que estábamos bastante cerca, no podía dejar de debatir internamente si esta era la distancia correcta. ¿Si estamos saliendo la distancia no debía ser casi inexistente?, tal vez Marcus se había tomado muy en serio eso de respetar mi espacio.
Primero miré su mano, que se hamacaba al lado de su cuerpo, de un lado al otro, totalmente libre. ¿Debía tomarla?, no debía por qué, pero, la palma de mi mano cosquilleaba en anhelo, sacudí los dedos para deshacerme de esa sensación. Decidí mirar a otro lado, si no, presentía que un impulso me poseería, de un momento a otro, y me llevaría a tomar esa mano para caminar los dos juntos como unos novios hechos y derecho. Y nadie quiere eso, ¿Verdad?
Así que decidí mirarlo al rostro, Marcus miraba al frente, con una expresión seria, su perfil, se dibujaba con un contorno casi brilloso, era como estar percibiendo una presencia divina. Tenía una frente levemente curvada, cejas prolijas, no lo suficientemente abultadas para ser las de un hombre. Nariz perfilada, en una curvatura y una extensión perfecta, no era ni demasiado larga, ni demasiado recta, tenía unas proporciones tan bellas que parecía irreal. Su boca, cerrada por dos belfos rosados, el superior un poco más delgado que el inferior. Tenían un color apetitoso, y una humedad sensual. Su mentón, sobresaliente, pero no demasiado. Sus pecas, eran pocas, pero cada una era como una roseta oscura que contrastaba artísticamente en su piel de lienzo. Y sus pómulos, sonrojados… ¡Esperen! ¿Sonrojados?
— Me pone feliz que me mires… pero no deja de ser vergonzoso— dijo y luego dejó ocultar su rostro detrás de sus palmas, rio nerviosamente, como intentando recuperarse de un ataque de timidez.
Cuando entendí lo que sucedía, mi rostro fue remplazado por un tomate, desvié la vista, muy avergonzada.
— ¡No te estaba viendo! — lo negué de inmediato, pero era en vano, él me había descubierto, y la mentira era un intento inútil.
— Sí lo estabas.
— ¡Qué no!
— Si no lo estabas ¿Por qué me evitas la mirada?
— No te estoy evitando — era otra mentira, ya que no despejaba los ojos de las vidrieras de un negocio sobre pesca — Sólo que… las cañas de pescar son más interesantes que tu cara.
— Entonces, si no estás avergonzada… mírame — percibí un tono de desafío en sus palabras. Me estaba retando a que lo mire y le muestre que no estaba avergonzada. No podía negarme, porque si no eso sería darle la razón.
Esperé unos milisegundos para cobrar fuerza y valentía de donde no tenía. Me concentré para desaparecer el sonrojo de mis mejillas y luego giré a una velocidad medianamente rápida, si hacía las cosas rápido, más rápido me libraría de esta situación. Mirarlo no era nada parecido a lo que pensé. Me creí fuerte, imperturbable. ¡Gran error!, fue como un shock, me quedé de piedra, como si estuviera viendo a la mismísima Medusa. Cuando nuestros ojos se encontraron, y el olivo de su iris brilló, fue como si me absorbiera. Como si me robara toda voluntad, todo pensamiento de razón. Abrí la boca, sin poder decir nada, dejándome hipnotizar, Marcus parecía en el mismo trance. No sé cuánto habrá durado el encuentro visual, probablemente menos de un segundo, pero cuando el hechizo se rompió con el ladrido de un perro, ambos, giramos el rostro en direcciones opuestas, sumamente avergonzados, y más colorados que al principio.
Lo escuché aclararse la voz, como intentando de esa manera, recuperar la compostura. ¡Por Dios!, ¡Estábamos en medio de la calle!, los pueblerinos pensarán que somos raros.
Caminamos unos minutos más, en un silencio incómodo, como si hubiéramos hecho algo malo, hasta que llegamos a un restorán de comida rápida.
— Creo que deberíamos comer aquí. Si fuera una cita iríamos a comer espagueti a un caro restorán italiano, pero creo que como es una no-cita, unas hamburguesas estarán bien.
— Amo las hamburguesas.
— Lo sé — respondió sonriendo de manera orgullosa, como un niño que le muestra un diez de la prueba de literatura a su madre, luego de quedarse toda la noche, en vela, estudiando.
Entramos al local y nos sentamos en una mesa pegada a la ventana que daba a la calle, y sólo nos quedaba esperar a que se acerque la mesera con la carta del menú. Se acercó una chica flaquita, que parecía tener escarbadientes en lugar de piernas. Se sorprendió un poco al notar a Marcus, como alguien que encuentra un oasis en medio de un desierto. ¡Qué exagerada!, ¿Acaso en este pueblucho no había chicos apuestos?, lo dudo mucho, ya que Benjamín era bastante atractivo, era un poco raro, pero eso no le quitaba su rostro de protagonista de drama romántico. El rostro de la mesera se encendió de manera impúdica, y le entregó la carta como si estuviera entregando algo super interesante, de manera lenta y educada, en cambio, cuando me dio el mío, ni se dignó en mirarme, y casi me arroja la carta al rostro. Tranquila, Diana, tranquila.