Llegué a España, sin sentir ya el corazón en el pecho. Tu rechazo me había destruido. Era un niño de trece años, y ya conocía lo que era la decepción amorosa. Los primeros días fueron sin motivo alguno, odiaba España, porque estaba lejos de ti. No quería conocer el lugar, y mucho menos salir a conocer gente. Socializar parecía más un castigo que una forma de despejar la mente. Sentía que no merecía nuevos amigos, por un lado, porque me sentía culpable por besarte, por momento sentía que te había forzado a ello, y en otros, estaba agradecido que accedieras a besarme, por lo menos me había llevado un recuerdo de tus labios, y me sentía culpable por ello, por hacerte odiarme aún más. ¿Por qué no pude librarme de la tentación de tus labios?, ¡Si tuviera una voluntad más fuerte!, por lo menos no nos hubiéramos separado de aquella forma, tú odiándome, y yo extrañándote tanto.
Mi cuerpo asistía a la escuela, pero mi mente se quedaba en casa, y mi corazón todavía estaba contigo. Mi madre estaba preocupada, porque ni siquiera prestaba atención a las clases. Ella creyó que no me podía adaptar a la nueva vida, pero la verdad era que se trataba de algo mucho más profundo, y ella no podría entenderlo. “Ya conocerás a otra niña. Lo mejor es que te olvides de ella.” dijo cuando le conté, ¿Puedes creerlo?, ¡Cómo si fuera tan fácil olvidarte!, ella no te conocía, y tampoco conoce este estúpido corazón.
Cuando creí que ya no tendría retorno la conocí a ella.
Su nombre era Juno, era la hija de un compañero del trabajo de mi padre. La conocí unos meses después de la mudanza, en una cena que se organizó en mi casa, varios compañeros asistirían con sus familias. Al principio no me interesé en ella, sólo la saludé por cortesía, porque mi madre me la presentó, y era más fácil devolver un saludo que aguantarme su sermón después.
Me senté a la mesa con poco apetito. Juno estaba frente a mí, ella me miraba con curiosidad y cuando la descubría mirándome, desviaba la mirada y fingía que estaba interesada en la servilleta.
— Marcus, lleva a Juno a jugar a tu cuarto — dijo mi madre cuando se estaba desarrollando una sobremesa para nada atractiva a los intereses de unos niños. Mi mamá me incitó a que me haga amigo de ella, ya que su padre al parecer era un superior del mío, y debíamos caerles bien — Seguro deben estar aburridos entre tantos adultos — mi madre sonrió, pero como la conocía bien sabía que era una sonrisa de advertencia, que me recomendaba obedecer.
Me levanté de la mesa y le dije un: ¿Vienes?, obviamente no tenía ningún interés en esa niña, lo único que quería era encerrarme en mi cuarto, pero no me quedaba de otra. Tampoco quería arruinar las relaciones laborales de mi padre.
La niña me siguió por detrás, de manera vergonzosa, hasta llegar a mi cuarto.
— Siéntate donde quieras — la verdad no había muchos lugares donde sentarse: era la cama, el escritorio o la alfombra. Juno optó por la cama. Se sentó tímidamente, escondiendo sus manos entre sus piernas.
Era una chica común. Ojos castaños, pelo castaño, pecas castañas. Todo en ella era café. Era tan común que no era ni linda ni fea. No sabía si yo tenía el gusto atrofiado, o ella era exageradamente simplona, pero cuando la escuché hablar, todo cambió.
— Qué linda habitación — sabía que lo había dicho porque no sabía que más decir, y el silencio incómodo la estaba matando.
Yo sólo pude centrarme en su voz, en ese acento español, bien marcado, y su tono dulce fue como una gota de azúcar a mi desierto de depresión. Por alguna razón me hizo sentir bien después de tanto tiempo. Era como si en su voz hubiera alguna magia reparadora.
Ella sonrió artificialmente, intentando ser amable. Y me sentí culpable. Ella no tenía la culpa de que yo tuviera el corazón roto. Y mi familia tampoco. Se preocupaban por mí, y me di cuenta que era un desagradecido por preocuparlos y enojarme con ellos por mudarnos. Ellos también sufrían por la mudanza, al igual que yo, dejaron un montón de cosas atrás, pero por la familia, por mí, decidieron aceptar el trabajo lejos, para darme una mejor vida.
La distancia talvez podría ser mi medicina. La manera correcta de olvidarte. Me dolía, pero estaba mejor sin ti. Eran esperanzas vanas, siempre lo supe. Debía dejarte ir, comenzar de nuevo y dejarte seguir con tu vida, porque después de todo yo era un estorbo en ella.
— ¿Quieres jugar? — le señalé con la mirada mi consola Sega. Ella sonrió y asintió en respuesta.
Y me avergüenza admitirlo, pero después de meses, por primera vez no pensé en ti, no ocupaste mi mente por más de una hora. Se sintió bien. Había encontrado a alguien que podría ayudarme a superarte.