Fleur.
Estaba en el trabajo, solucionando algunas cosas de financiamientos y demás, había dejado a Sofía a solas porque ella misma me lo había pedido, debía admitir que no se me hacía sencillo.
A causa de todo lo que había estado pasando, había estado sumamente paranoíco, no quería despegarla ni un centímetro de mí, sin embargo, la había dejado con algunos cuantos guardaespaldas, para protegerla.
Había hecho hasta lo imposible para que mi pequeño Damián apareciera, en las mañanas aún lo sentía tirándose encima de mí, como si no hubiera un mañana, como si estar junto a mí y junto a su madre era una de las cosas que más le gustara en el mundo.
Ese niño era incomprensible, pero lo amaba, adoraba esos ojos grisáceos, ese cabello rojizo y esos cachetes rosados que daban ganas de comérselos.
Unas tremendas ganas de llorar nacieron en mi interior y supe que estaba vencido, vencido por el dolor, y solo allí en mi oficina me permití soltar todo eso, no pude llorar, no lo lograba, pero si le di diversos golpes a mi escritorio.
No me sentía seguro en ningún lugar, y me sentía menos seguro en ese justo momento, cuando no sabía qué estaba haciendo Sofía, la desesperación se encargaba de nugar conmigo, me hacía saltar, dar brinquitos, y me manejaba como si yo fuera masa flexible cuando no estaba con ella.
Me di cuenta que estaba ejerciendo demasiada presión con mi mano, cuando el lapicero económico que tenía en esta se partió a la mitad, tragué en seco y me dispuse a limpiarme las manos, que se habían llenado de un poco de tinta.
Después de media hora ya tenía todo listo y estaba preparado para ir a casa a ver a aquella pelirroja que en ese momento me servía de sustento, aquella mujer de ojos oscuros que me daba aliento y que, sin importar lo irremediablemente estresante que fuera, yo quería.
Suspiré mientras me sonaba el cuello y me dedicaba a recoger todos los papeles que había firmado, todos aquellos recursos y demás cosas, las guardé en mi maletín y me dirigí a una de las cajas fuertes que tenía en la oficina.
Después de cerrar todo bien, emprendí marcha, comencé a caminar de manera suave hasta llegar a mi auto y arranqué el motor del mismo, solo cuando sentí el auto vibrar y temblar, pude salir de aquella burbuja de pesimismo que me tenía atrapado y divagando, hundido en mis cavilaciones.
El desasociego que en mi estaba morando para aquél momento no era normal, ni sano, una parte de mí ni siquiera entendía cómo en tan poco tiempo me había encariñado tanto con esa pelirroja, cómo en lo que no habían sido más de 5 años, me había doblegado ante los pies de un niño, que de por sí ni siquiera era cariñoso como para que yo dijera que era bueno.
Apreté el volante, porque en mis cavilaciones había una voz que me gritaba y me reclamaba que yo mismo me había sumergido en aquél problema, que si no hubiera propiciado aquél trato, sencillamente estuviera libre, gozando de otras mujeres y de otros lugares.
No anclado a una pelirroja y a su hijo. Pero... joder ¿Cómo no estar anclado a ellos? Si con sus personalidades me hacían sentir vivo, me hacían sentir feliz, hacían que cada mínima parte de mi cuerpo tuviera más razones para seguir cumpliendo su funcionamiento.
Era así, a una parte de mí le molestaba aquello, porque sabía muy bien que podía estar haciendo otras cosas que no fueran preocuparme por un chiquillo —porque no, mantener a un niño no es sencillo, ni siquiera tratar con el en los primeros meses de vida era sencillo—. Podía estar muy bien en alguna playa, disfrutando del sol y esa no había sido mi elección.
Me decidí por el camino difícil, pero el que para ese momento me resultaba el más placentero, el más delicioso, aquél que me hacía experimentarlo todo con un mayor ímpetu, con un mayor deseo.
—Te voy a en contrar, mi pequeño revoltoso —murmuré, mientras estacionaba el auto frente a la casa— Juro por lo que más me importa, que te voy a encontrar.
Y así lo haría.
En cuanto bajé de auto, me percaté de algo raro en el ambiente, alrededor de la casa no había ningún silencio, de hecho, existía bastante ruido, los guardaespaldas estaban desesperados y correteaban de aquí a allá, como si no hubiera un mañana.
En mi pecho se instaló aún más aquél sentimiento de desesperación que estaba sintiendo desde hacía un rato.
—¿Qué pasó? —eso fue lo único que logré que saliera de mis labios, quería mantener la calma, pero aquello me estaba llenando de una ansiedad incontrolable. Las manos me estaban sudando, y cuando los guardaespaldas llegaron hasta a mi con sus rostros sumidos en la preocupación esperé lo peor.
—Nadie ha venido, ni ha entrado a la casa, señor Fleur —informó el que estaba a cargo del equipo de guardaespaldas, eso se suponía que debía tranquilizarme, pero en vez de eso, me puso jodidamente nervioso—, pero solo hay un problema, no encontramos a la señorita Sofía por ningún lado.
No sabía lo que era la locura hasta ese momento, hasta que me dijeron que ella no estaba resguardada en esas cuatro paredes, los despedí de inmediato por ser unos ineptos y entré a la casa como un troglodita, busqué en la habitación, abrí el closet de par en par y no encontré ninguna de sus prendas, su ropa interior no se encontraba, lo único que quedaba de ella eran sus zapatos y sus perfumes, sus objetos de uso personal.
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Editado: 07.09.2020