Fractals

Capítulo 1: Un boleto de regreso

Misha chillaba. Y sumado a la diferencia de presión se me hacía insoportable. 

—¡Es la enésima vez que montas en un avión! —bramó Sasha, visiblemente molesto—. Deja de gritar ya.

Galya había desconectado desde que se sentó en su asiento. Según ella, de entonces hasta tocar tierra, lo único que necesitaría era su mp3 y su almohada de viaje. Era así que ni siquiera se molestó en contestar cuando la azafata nos preguntó si querías algo de beber. Aunque tal vez, pensando desde otra perspectiva, era lo mejor, pues nuestro vuelo coincidía con la noche en la costa este de los Estados Unidos. 

Por otra parte, Misha nos había convocado al resto para jugar al póquer, algo que por extraño que parezca, se le daba estrepitosamente mal. Siempre era él mismo quien nos convocaba pero, siempre terminaba en un aprieto que él mismo había creado. Muy pronto, Sasha desistió y comenzó a buscar películas mientras se arropaba. No habían pasado más de cuatro partidas cuando nos dimos cuenta de que se había dormido. Fue ahora cuando Misha cobraba venganza, pues el finés suele dejarle mal. De Dios sabe dónde, el niño saca un rotulador negro. No especificaré cuánto nos reímos en el proceso, pero sí que admito que Sasha estaba como una muñeca matrioshka. En resumen, divina.

Dada la situación de extremo aburrimiento, yo también dimití y dormí. Con los ojos cerrados pero aún despierta, evoqué mis últimos momentos con mi familia, antes de que hubiera decidido irme de casa. En ese momento, Hawk estaba en casa todavía y, Toby y Talan eran aún unos renacuajos. Éramos el estereotipo de una familia feliz aunque papá trabajara lejos y solo pudiéramos verlo los fines de semana. Hawk nunca había aprobado que me dedicara tanto al patinaje y descuidara mis estudios. En efecto, mi hermano de cinco años mayor que yo era un erudito y a los diecisiete años había sido admitido en la universidad de Nueva York. Tras aquella fuerte discusión sobre perseguir sueños o enfrentarse a la cruda realidad, yo decidí volar a San Petersburgo, con aquella oferta de Popov. Pocos meses después, Hawk también se fue, pues ya no aguantaba que mamá lo culpara. Aproximadamente un año después, recibí un mail de mi hermano que decía que iba a desaparecer de mi vista y de la de la familia entera, pero antes, nos visitaría por última vez. Para la ocasión que en verdad no me hacía mucha gracia, volví desde Rusia. Pero al hablar, las opiniones dispares entre los dos hicieron de esa vez un amargo recuerdo. Desde entonces, decidí que solo volvería una vez al año, durante la semana del Thanksgiving, para evitar más problemas como esos. Así fue cómo mamá y papá perdieron a dos de sus preciados hijos.

Inconscientemente había derramado lágrimas mientras dormía, lo supe cuando la azafata posó delicadamente su mano en mi hombro. Notaba mis mejillas mojadas. En alguna parte de mí seguía residiendo el recuerdo de un Hawk amable y cariñoso que una vez fue, pero que ya no lo es ni tampoco será. 

Miré a mi alrededor para ponerme a la corriente, Misha parloteaba tan sonoramente como un español en un bar y Olya hacía como si lo escuchara, Galya aún dormía pero Sasha sí se dio cuenta de que estaba algo perdida. Sacó rápidamente del bolsillo de su asiento un librito y me lo pasó. 

—Hay tres menús —me explica—. Debes haber elegido uno para cuando vengan a dártelo. 

Le sonrió en gratitud, pero el chico se gira, algo incómodo. El choque cultural iba a ser difícil para los cuatro rusos (técnicamente tres y un finés, aunque sea más ruso que finés), pues no se acostumbraban siquiera a las sonrisas. En el país ex soviético, la sonrisa era una expresión coqueta o la acción refleja al escuchar una broma, pero no cargaba ni con la amabilidad ni con los otros sentimientos que el vago gesto podía contener. 

Mirándole más detenidamente, cualquiera notaría que Sasha no es un chico frío, aunque así trate de aparentarlo. Su frialdad era su caparazón y su armadura hecha por y para su miedo, la soledad. Según lo que había oído y lo que me había contado, le aterraba encariñarse con alguien y luego ser traicionado por la misma persona. "Muy cliché, ¿verdad?", me había dicho aquella vez, "no sabes lo horrible que eso puede llegar a ser. Y ojalá no lo supieras nunca". Mientras tanto, el pelirrojo había recompuesto su postura y contemplaba una película de acción como si de una histórica se tratara. Me arrimé a él y tomé uno de sus audífonos, necesitaba entretenerme con algo durante las tres últimas horas de vuelo. Y que no incluyera a Mihail Ivanov.

—De verdad que no me lo explico. ¿Cómo es capaz alguien de hacer una película tan aburrida? —protestaba mientras se comía su plato de espaguetis—. Si tiene pistolas y cañones... debió ser un verdadero idiota el director. 

—Al principio creí que exagerabas, pero nada más lejos de la realidad —respondí yo—. Parecía que habían puesto los disparos a cámara lenta y dramática. Espera, ¡tampoco tiene dramatismo! 



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En el texto hay: instituto, arte, deportes

Editado: 29.10.2018

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