Eran prácticamente las cuatro de la madrugada cuando estaba escribiendo. ¡Las cuatro de la madrugada! No había podido dormir en absoluto, esperaba aquel mensaje que me hiciera saltar de la silla de emoción. Por más que suplicara ese mensaje no iba a llegar a tan tempranas horas, ni pensar mientras me servía el desayuno, era tonto tener tantas ansias. Yo no había podido dejar de ver el celular, esperando la notificación, una señal, una oportunidad.
Habían pasado tantas travesías y enfados. Me había vuelto un viejo gruñón. Producto de mi flojera y desgracia, había dejado de lado mis responsabilidades más importantes con el fin de un progreso unánime, progreso que nunca llegó a mi puerta, ni a mi alma.
Yo sentía un amor apasionado y meticuloso. Refinado sentimiento que no me permitía escapar, era perforante, duro y suave como navaja de suicida. Era lo más puro y especial. Tanto había de ser que decidí aventarme al amor. Una madrugada asquerosa de un miércoles, a vísperas de un nuevo ingreso al colegio, esperaba mi amor colegial inolvidable. Para matar el tiempo iba yo corrigiendo cartas. No quería un rechazo por mi ortografía, no quería una lección o un lamento por parte de lo que más amaba debido a mis errores de ortografía en mis cartas.
Estaba apasionado y enamorado. Por eso, de forma ilógica, no debía de haber ninguna falla en mí. Si es que es lo que hace el amor. Es como la bebida, no le des más sorbos porque te vuelves tonto y luego haces cosas de las que te vas a arrepentir o en muchos casos, forzosa y banal, tienes que olvidar.
Estaba claro, el mensaje no me iba a llegar ni con el paso de las primeras horas del día, toda la noche corrigiendo textos que, en lo próximo, si es que tenía suerte, serían entregados con mucha pasión y vergüenza. Quería que la impresión llegue a los cielos, que se sintiese que yo podía ser el mejor, que sin duda era la mejor opción, que valía la pena. Era lo que todos creen y son cuando aman más de lo que se aman. Es que no tenía de otra, estaba dispuesto a otorgar todo de mí o dejar el tema en el pasado. En anteriores oportunidades, ya había sufrido rechazos y a decir verdad no estaba dispuesto a otro, ¿qué tenía que hacer yo para ser correspondido?, ¿qué diablos me faltaba? Tenía la correa, la edad —quizá la edad no, pero eso era mucho mejor. Odio los rechazos por la edad—, tenía todo.
El desayuno, ponerme el uniforme, salir a mi colegio, hacerme una recarga de datos, llevar el celular cargado al cien y actuar como si no tuviese nervios. Las clases, los profesores, mis amigos. Ellos estaban conmigo, vacilando mi acto de valentía como buenos amigos que son, tratando de darme ánimos en doble sentido con el fin de no derretirme en la espera.
—Esta vez sí, Arturo. Esta es la tuya. Piénsalo así. Esta es la tuya. Dilo.
—Esta es la mía— repetí.
Todos esos pavos se reían a carcajadas.
Un partido de básquet, una imitación a un homosexual que vieron en la calle peleando con un transexual. Eran buenos improvisadores. Los nervios continuaban, la vida continuaba, el celular no tenía ninguna notificación, sus redes sociales ninguna historia. Andaba preocupado, sobre todo porque opciones no iban a faltarle, era una constante competencia donde yo, por el mínimo hecho de ser yo, tenía todas las de perder. Sin embargo, no podía decir que ya estaba acostumbrado a tales casos donde, sin razón, sin motivo, sin ninguna sola excusa existente más que solo el silencio o el abandono, me haya pasado el viento.
Nadie preguntó por cómo me sentía. Nadie volvió a preguntar por la larga espera que llevaba. Los profesores estaban muy atentos a mí, también. Sacaba el celular de vez en cuando, podían quitármelo, esos malditos no pueden ni quieren aceptar un pequeño gramo de mi felicidad en sus clases. Eso era lo que más odiaba del colegio, lo que más me jodía. Ellos no iban a entenderlo y me daba igual que se rieran en mi cara diciendo que era un tema plenamente de edad, ellos realmente no estaban entendiendo y ese pequeño detalle era suficiente.
Salir del colegio, caminar con mis amigos. Ellos querían que no esté pendiente del celular, que no haga ni escriba algo que condicione mi rechazo, que no me sienta mal. Reíamos, jugamos, hicimos bromas pesadas por la calle.
—Que el gordo se agache, Arturo, haz que el gordo se agache— me susurraban.
—Señor, puede usted hacer una sentadilla— le dije al obeso tipo que comía unas frituras.
Atrás mío se reían.
—¿No? Estoy llevando cosas.
El gordo de mierda tenía una bolsa blanca de una tienda de comida rápida.
—Bueno, dentro, constantemente— continué.
—¿Te estás burlando, mocoso?
Atrás mía seguían riendo, yo también empecé a reír.
—¿Puede usted atraparme, gordo de mierda? No vale impulsarse con los pedos.
—Cállate concha de tu madre que te saco la mierda.
—¿Va a rodar, señor?
Mis amigos explotaron de la risa. El gordo trató de atraparme como por 5 segundos. Fue todo lo que pudo, luego se fue maldiciendo a todos lados. Los transeúntes nos miraban mal, todas las señoras tenían cara de asco y repugnancia a nuestra forma de reír y de actuar. A nosotros, todas esas cosas provenientes de adultos mayores y esa clase de críticas mientras seguían su camino, no nos importaba. Queríamos vivir, queríamos soñar, queríamos distraernos y tratar de ser felices con eso que hacíamos mal. Todo porque existía un gran contraste. Teníamos notas bajas, pero el del lado decía algo muy mediocre, cosa que, por lo menos, era gracioso. Podrían decirnos feos, torpes, estúpidos, vagos, perezosos. El colegio y el compañero del lado fue una manera de sobrevivir. Estábamos distraídos en redes, pidiéndole salir a una chica o ignorando los mensajes de nuestros padres. Dentro del colegio, no sabíamos que era un rechazo, sabíamos que era una tontería y podíamos burlarnos de ellos: los profesores y los adultos. Esa fue nuestra forma de sobrevivir. Teníamos tantos sueños, tantas formas de cagarla, tantos miedos. Siempre supusimos que los errores adultos eran errores de tontos, sin saber que eran únicamente errores de niños.