Una noche común después de bañarme. Un corte de cabello distinto, una mirada distinta. Me veía más guapo, era diferente a cuando dejaba mis desarreglos; sin embargo, me sentía como yo, con el mismo apellido, con la misma maldición familiar de desgracia y melancólica tristeza profunda del día a día hasta el final de mi vida.
—Te ves guapo— dijo ella.
¿Quién es ella? Pues mi abuela. Una anciana de 80 años, cabello grisáceo (más gris que negro), una mirada seria que reflejaba tristeza y tranquilidad, lentes negros y una inquietud enorme debido a sus ganas de ser útil; pero la edad ya no estaba a su favor. Los años la volvieron lenta, olvidadiza y ansiosa. Sin embargo, ella ya hacía mucho con solo su presencia, hacía feliz a la familia. Una familia en apuros, pero feliz. Con problemas en todos sus defectos y decisiones tomadas. Con una historia bastante complicada que ella misma como abuela y madre fue relatando con dolor, desgracia y alegría, aunque en pocas ocasiones daba alegría.
—Gracias— respondí con media sonrisa en el rostro—. ¿Cómo te sientes hoy? Por cierto, la comida te salió deliciosa.
—Sí, yo también comí, que rico me salió el estofado— la vieja se quitó sus lentes y posteriormente las lagañas, pues, se tomaba el tiempo para tomar la revista y terminar haciendo su sopa de letras—. Ay, —suspiró— no sé por qué me he despertado con una tristeza grande. No suelo pensar en mi madre, pensé que ya la había olvidado, pero últimamente estaba pensando mucho en ella. Me siento muy triste, así como antes de su pérdida— comentó arrastrando un poco las palabras.
La vieja no había cocinado nada. Me gustaba hacerla creer que ella fue la que cocinó, era una manera de hacer que no sintiera estuvo sentada tanto tiempo. Era ya una anciana olvidadiza, no podía estar junto al fuego de ninguna manera. Cocinar era su pasatiempo favorito. Amó tanto la cocina que mientras más anciana se hacía más cocinaba. Era una locura tratar de evitar que cocine, por ello, solo quedaba observarla hacer lo que quería. Era como jugar a la cocinita.
Yo, por lo general, como la persona que más ha pasado con ella, me sabía la mayor parte de sus historias. No sé, de repente por ahí me ocultaba una que otra. Solo me mantenía escuchando muchos de sus relatos repetidos, una y otra vez. Me encantaban sus historias, la historia familiar es un muy buen cuento. Algo que para mí debe de saber cada generación. Por lo cual, nunca me aburrí de escucharlas, aunque me repetía la misma historia una y otra vez. Era mejor que cualquier serie televisiva.
—Aún recuerdo ese día antes de la muerte de mi madre—dijo de forma dramática—. Sentía una pena muy grande, una tristeza tan inexplicable, no entendía por qué me sentía mal. Fui al mercado y regresé sin comprar nada. Tu padre que en ese tiempo tenía pues, 12 o 13 años, me vio rara y me abrazó. Tu padre siempre fue muy cariñoso conmigo y era tan lindo. Esa misma tarde, una de mis primas había llegado y tocó la puerta. Tu tía fue y luego de un rato se acercó a mí y me dijo que mi madre se sentía mal. Me decían que vaya a Arequipa para ver a mi madre, que probablemente era su último día de vida. Me sentí desesperada. Yo preocupada alisté mis cosas lo más rápido que pude. Ella fue mala conmigo, pero, a pesar de eso, era mi madre y quería verla. Tu padre no quería que vaya sola, así que tu tía Luana alistó sus cosas también. Esa noche tomamos el bus de Lima camino a Arequipa— ella tomó un respiro, se acomodó en su cama y continuó con la historia.
Yo estaba sentado en la silla, en una que siempre dejaba porque normalmente iba a verla unas cuantas horas al día. Tampoco era para tanto, yo no iba a estar en su cuarto todo el tiempo. Mis problemas de alcohol iban en aumento, era peligroso exponer mi estado, no quería problemas.
—Cuando llegamos a Arequipa, fui a casa de mi madre, pero todo estaba cerrado y oscuro. Pensé que no estaban, así que cambié de dirección hasta casa de mi prima. Ella estaba saliendo de casa, me saludó y le pregunté dónde estaba mi madre y que había pasado. Ella me dio la noticia que mi madre había fallecido y todos estaban encerrados en su casa porque aún no querían abrir las puertas para el velatorio. No sabía porque no querían abrir las puertas, yo me desesperé completamente, porque pasaban las horas y aún nada. Mi madre había muerto, yo ni siquiera podía ver su ataúd. Luego me enteré de que era porque no tenían dinero y que no podían ofrecer nada a los invitados, por eso es que en la nochecita querían hacerlo. La noticia se esparcía, no había hora del velorio y tampoco daban una hora exacta del entierro. Que tal desgracia, yo llegué y tuve que poner dinero para hacer lo posible para preparar las cosas. Me sentía muy mal, mi madre en su velatorio, encerrada en un cajón, pero sus hijos con los que pasó toda su vida y ninguno pudo poner de su parte para una despedida digna. Eso es lo que me molesta hasta ahora. Yo llegué, así, desde Lima, humilde, levantando mi techo y mi casa yo sola porque ella me abandonó. Para ver a mi madre muerta y los que tuvieron la dicha de tenerla cerca, esos miserables que me insultaron, actuaban como si nunca hubiera importado.
Yo ya estaba muy molesta con todos esos sujetos, hasta la oración del cuerpo, porque se tiene que hacer una antes del entierro. Y pasa que el pastor no salía, yo preocupada pensando: ¿qué pasa? Por qué esto no empieza, yo ya me quería ir, no podía estar más tiempo al lado de todos esos sujetos que estaban a punto de pelearse por terrenos. Así que mando tu tía a que se acerque y vea que sucede. Ella ya tenía unos 18 años, ya estaba grande y se daba cuenta de lo que ocurría.
Ay, hijo. Se acerca tu tía y me dice que mis hermanos no tenían plata suficiente para pagarle al pastor y por eso no salía. Ya se estaba pasando la hora y el pastor no quería salir por nada en el mundo hasta que le paguen. Una mierda todo ese ritual creyente también. Para que mentirte, irse al cielo sale caro. Todo salía mal. Así que le dije a tu tía que mientras yo iba a sacar los boletos para el bus de regreso a Lima, pues, que ella dé para que el pastor haga la oración y todo eso. Lloré. Lloré como nunca porque mi madre, que trató y defendió a esos desgraciados. Si yo no hubiera estado ahí, seguro que metían a mí madre en cualquier hueco para enterrarla. Me dio mucha pena, mucha, mucha tristeza. Cómo dijo tu tía esa vez: todo el viaje te la pasaste llorando mamá. Ninguno de sus hijos, que según ellos tenían todo y que yo era una "pobrecita", pudo darle una despedida digna a mi madre. Tuve que llegar yo para hacer las cosas bien. Yo que traté de darles todo a esos desgraciados que me trataron mal y con una madre que nunca me apoyó en nada. Ella me dejó sin nada y siempre se aprovechó de todo lo que le di. Ya nunca más le tuve algún apego a mis hermanos. En la muerte de mis dos hermanos, decidí no ir. Ellos no le dieron nada a mi madre, a pesar de que ella me quitó todo para darles algo a ellos. Para colmo, en vez de asegurarse de que mi madre tenga una buena despedida, querían asegurarse sus tierras. Ni mi hermana que siempre me habló de dinero y de todo lo que le costó las cosas y lujos que se dio. Dicen que nos parecemos, pero yo no soy como ella; así de ambiciosa y presumida. Patética tonta. Un día estaba haciendo mis cosas y me vi al espejo, yo preguntando: ¿Dónde había visto a la mujer que me parecía? Luego me acuerdo de mi madre. Igualita a ella era yo. Me vi igualita. Pero mi madre se parecía más a mi hermana. Yo siempre fui la que no merecía nada.