Diana
Algo dentro de mí pareció desmoronarse todavía más de lo que ya estaba. Puede que fuera mi corazón, partido en dos, o tal vez fueran las lágrimas que se arremolinaban en mis ojos, haciendo esmero en salir al exterior.
Skay, el único chico que se me había permitido abrazar o besar, aquel al que me habían prometido desde mi nacimiento, acababa de confesar que amaba a otra delante de mí. Ni más ni menos que a una chica que acababa de conocer y que tenía la apariencia de lo que más odiábamos los cálidos. Alice, supuesta hija de la reina Opal y que en estos momentos se encontraba camino del reino de los fríos.
A mis ojos, era una traidora y no podía ver qué era lo que Skay había visto en ella. Era de baja estatura, tan delgada que podría salir volando de un momento a otro y lo peor de todo era el color de su piel, sus ojos y su cabello. No podía ser considerada bella.
No era ninguna ilusa, sabía que mi prometido había sido visto coqueteando con numerosas doncellas de palacio, todas ellas hermosas. Sinceramente, me impactó la primera vez que lo vi sujetando la delicada cintura de otra chica, pero después de ver que se cansaba al cabo de pocos días de cada doncella con la que estaba, empecé a darle poca importancia. Sin embargo, aquellos eran meros caprichos pasajeros que no suponían nada serio y que podía medio tolerar, pero lo que no podía soportar era que dijera que se hubiera enamorado y menos de Alice.
Todavía en ese momento, recordaba el día en que mi madre me dijo por primera vez que me casaría con Skay. Fue un día cálido, hacía doce años, en el que el sol resplandecía y entraba por la ventana de mi habitación de palacio. Yo me encontraba asomada a la ventana, observando los pajaritos que venían a beber agua del lago del jardín real, mientras que mi madre estaba detrás de mí, acariciándome el pelo.
- Diana, cariño, hay algo que deberías saber. - me dijo con una voz suave y relajada.
Entonces, me giré y pregunté inocentemente:
- ¿De qué se trata, mamá?
- ¿Tú sabes que los reyes ancestrales ya no existen, verdad? - me preguntó esperando una afirmación.
- Claro. - respondí firmemente.
- Nuestro actual rey fue elegido por el reino entero, debido a sus hazañas en la guerra y su gran calidez, muy poderosa pero incomparable a la línea ancestral. Ahora, es tu deber proteger también a la gente, ya que nuestra familia es la más próxima a la del rey y una de las más poderosas que hay ahora mismo.
- Pero mamá... no lo entiendo. - repuse sin lograr comprender qué quería decir mi madre.
- ¿Qué te parece tu amigo, Skay? ¿Es guapo, verdad? He visto que hacéis muy buenas migas. - insistió ella.
En ese momento, mi cara habló por si sola. Una gran sonrisa tímida apareció en mi rostro y mis mejillas se sonrojaron al escuchar su nombre.
- Diana. Tu deber a partir de ahora será amarlo y cuando seáis mayores de edad, os casaréis para reinar. Vuestros hijos serán muy cálidos. - explicó mi madre, esta vez más seria.
Tenía solo cinco años, pero lo recordaba como si fuera reciente, ya que a partir de ese momento, mi vida cambió. Empecé a recibir clases de todo tipo, tuve que aprender tanto estrategias como modales y tuve que entrenar duramente cada día, ya que en caso de ser atacada por algún enemigo - algo que ocurría constantemente entre los reyes - debía saber cómo defenderme. Sino, correría la misma suerte que los anteriores reyes.
A pesar de todo esto, también sabía que el verdadero monarca sería Skay y yo tan solo estaría a su sombra, de la misma forma que el marido de la reina Opal siempre se confiaba a ella.
Era muy difícil escuchar a Skay diciendo que quería a Alice, sobre todo cuando había dedicado mi vida entera a ser la mejor reina, esposa y madre que se pudiera tener jamás. Por ese motivo, no pude evitar hacer lo que hice.
Llena de ira, le pegué una bofetada a Skay que le giró la cara y le hizo tambalear. Me sentí bien en ese momento, libre y como si una parte de mi ser siempre hubiese querido hacerlo cada vez que lo veía con otra chica.
Justo después, cuando comprendí que acababa de abofetear a mi prometido, el príncipe, delante del rey, la vergüenza y el desamparo se apoderaron de mí. Había sido criada especialmente para no hacer lo que acababa de hacer. Sin embargo, no me arrepentía.
El rey no dijo nada, ni tampoco Skay osó pedirme explicaciones por mi arrebato. A pesar de ello, el chico me miró como si lo hiciera por primera vez, como si nunca antes se hubiera molestado en clavar sus ojos en mí hasta ese momento.