Cuando el viento cesó, Dey abrió los ojos y una bellísima florecilla, descendió desde las alturas hasta posarse bajo el abrigo de sus manos. La contempló con apasionamiento. Y, embelesada entre sus colores, redescubrió las acuarelas de su alma. Y sus ojitos risueños, volvieron a tener el mismo brillo celestial, aquel hechizo de luz divina con que dibujan las estrellas el incendio eterno de dos amantes.
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