Fuego

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Hacía días que las ventiscas habían desnudado por completo las copas de los árboles y barrido su caduco rastro de las calles. Sin embargo, una hoja de álamo sobrevolaba la avenida principal de Venon. El vendaval hinchaba su nervadura y dibujaba con ella eses en el aire. Aquella hoja había conseguido aferrarse a la rama mientras las marchitas se iban desprendiendo una a una. Pese a haber soportado el embiste durante jornadas, aquella noche de invierno había caído de todas formas. La hoja flotaba unos metros por encima del asfalto, sola pero henchida de orgullo. La última de su clase.

Me detuve con las manos en las rodillas mientras recuperaba el aliento. Con cada bocanada de aire, un pinchazo perforaba mis pulmones. Llevaba más de dos minutos corriendo sin descanso y, hasta el momento, no había dado con Rebeca. Sabía que la hallaría junto con Ruth y Mónica, sus amigas; una trinidad más sólida e inseparable que la católica. A esas alturas, las tres se estarían riendo de mí después de haber arrojado la esmeralda a una alcantarilla. Respiré hondo y alejé los pensamientos negativos de un plumazo. No eran productivos, y debía volver a concentrarme en la búsqueda. Rastreaba las calles en pos de tres cabezas rubias. Las amigas lucían unas melenas tan rubias, lisas y brillantes que, a plena luz del día, parecían unas trillizas albinas. Pese a la quemazón de los pulmones, seguí corriendo. Con cada minuto, las probabilidades de encontrarlas y de volver a sentir el reconfortante peso de la esmeralda sobre la base de mi cuello se escapaban calle abajo, igual que el viento que adhería el abrigo a mi cuerpo.

De pronto, el motor de un coche arrancó al final de la avenida y caí en la cuenta. Estaba perdiendo el tiempo intentando localizar a las tres amigas. Debía buscar el coche amarillo de Rebeca. Por supuesto que habrían ido en coche. Si el robo respondía a un plan mínimamente preparado, por muy burdo que este fuera, desde luego que habrían pensado en el coche para agilizar la huida.

Con los latidos algo más calmados, dirigí mis pasos hacia una gran zona de aparcamiento situada a dos calles de allí, en dirección a la cafetería. Y en efecto, aparcado en batería bajo la solitaria luz de una farola, relucía el escarabajo amarillo de Rebeca.

Me obligué a realizar un último esfuerzo. Las luces de posición del vehículo se iluminaron de golpe mientras se quejaba el motor de arranque. Pateé el asfalto con más energía. Con los labios separados, aspiraba bocanadas de aire frío que me secaban la lengua y el paladar. En una zona intermedia entre la nariz y la boca, un punto de presión se hacía sentir más intenso con cada inhalación.

Frené de golpe contra el coche, justo cuando este iniciaba la marcha. Me estampé con ambas manos contra el cristal del piloto a tiempo de observar la expresión de puro terror de Rebeca mientras detenía en seco el vehículo. Pese a boquear colorada como un salmonete fuera del agua, no pude evitar regocijarme. Golpeé el vidrio con los nudillos y esperé a que Rebeca bajara la ventanilla.

—Devuélveme lo que me has quitado —le dije sin más.

La chica intentó mantener la calma, pero en sus ojos azul oscuro brilló un atisbo de vacilación. De pronto, soltó una risotada que se triplicó al instante. Aquellas tres voces de pito empastaban entre ellas como el coro de ratas de una película de dibujos animados.

—¿Qué te he quitado, Ada? ¿La dignidad? —Realizó una pausa dramática mientras sus amigas se regocijaban—. Mírate, estás toda sudada. ¡Qué asco! No te apoyes ahí.

Utilizó el antebrazo para empujar más allá de la ventana mis dedos, que rozaban la tapicería del interior de la puerta. Mónica y Ruth cacarearon al unísono. Esta vez desafinaron un par de notas. Sonreí, inspiré profundamente y permití que los quejidos de Rebeca pasaran de largo, sin lograrlo del todo.

—¿Recuerdas ese colgante que te ha parecido tan bonito antes en la cafetería? —espeté con los ojos clavados en los de la chica—. Acaba de desaparecer, justo después de que te marcharas. Devuélvemelo.

Rebeca estiró las comisuras de los labios con suficiencia y buscó la mirada de sus dos amigas. Primero la de Ruth, que se sentaba en el asiento del copiloto, y luego la de Mónica, cuya parte superior del cuerpo asomaba por entre los sillones delanteros. Las tres se veían idénticamente estupendas: vestidos cortos, abrigos de paño, zapatos de aguja con plataforma delantera. Supuse que aquellos conjuntos no eran de Venon. Dudaba que se vendiera esa clase de ropa en la única boutique que había en el pueblo. Me imaginé la visión que las chicas tendrían de mí misma, con el matojo rojizo que me nacía del cuero cabelludo, sudado y pegado a la frente, exhibiendo un semblante de profundo agotamiento y vistiendo «la gran barca azul», como a Jonás le gustaba llamar a la parka que más me abrigaba y mejor escondía mis inexistentes curvas.

—¿Te refieres al pedrusco verde? Yo no lo tengo. Y lo de bonito solo lo he dicho por cumplir.

Apreté los puños hasta clavarme las uñas en las palmas de las manos. Pese a haber dejado de correr hacía ya unos minutos, mi corazón martilleaba con tanta potencia que lo sentía cabalgar como un pura sangre bajo mi pecho.

—Si lo prefieres, podemos acercarnos a la comisaría y acabar de discutirlo allí —le dije. No permitiría que se marchara a casa sin recuperar primero la esmeralda.

—Yo contigo no voy a ningún lado. No tengo tu piedra y punto. A lo mejor se te ha caído sin darte cuenta y está tirada en el suelo de la cafetería.

Titubeé por un instante, hasta que el repentino ataque de tos de Ruth reafirmó mis sospechas.

—Rebeca —la amenacé—, no me obligues a entrar ahí dentro y buscar yo misma el colgante.

Ruth y Mónica cruzaron una mirada aséptica mientras la de Rebeca seguía clavada en la mía. Tras el desafío de sus ojos, algo titilaba inestable. ¿Arrepentimiento quizás? ¿Rebeca barajaba la rendición?



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En el texto hay: magia, juvenil, aventura y magia.

Editado: 28.10.2021

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