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¡Hola, gente! ¡Bienvenidos a mi novela! Hace mucho que la estoy planeando, así que espero que les guste :) Subo capítulos los 6, 16 y 26 de cada mes (o al menos lo intento. Podría atrasarme uno o dos días, jaja). No olviden dar like, comentar y añadir a sus bibliotecas, ¡me serviría mucho saber que les gusta! ¡Buena lectura!
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Kath abrió los ojos de golpe cuando la fuerte brisa marina le dio de lleno en la cara, abrumándola hasta hacerla toser. A continuación, miró torpemente a su alrededor, levantando su mano como visera para protegerse los ojos de la arena que revoloteaba por todas partes. Se encontraba, evidentemente, en una playa. El mar ondulaba a un par de metros frente a ella y a lo lejos se distinguían los indicios de una tormenta en camino.
No recordaba haber estado allí antes, aunque algo del lugar le resultaba familiar. El faro que se levantaba por allá en los acantilados, por ejemplo, era muy parecido al que recordaba de sus vacaciones en Long Beach. Quizás, de hecho, estuviera en Long Beach. No estaba segura.
Kath se paró en seco, observando a las personas que charlaban a su alrededor, tranquilas a pesar de la tormenta inminente, y frunció el ceño con confusión.
No recordaba qué estaba haciendo allí.
No recordaba cómo había llegado ni con quién había ido.
Se acercó a la mujer que tenía más cerca para preguntarle dónde estaban, pero en cuanto ella se dio la vuelta, Kath se quedó perpleja al reconocer los ojos rasgados y la sonrisa áspera de Keiko, la nueva esposa de su padre. Su confusión no hizo más que aumentar; definitivamente no esperaba encontrarse allí con ella. Era la última persona con la que iría a la playa, pero Keiko no parecía mínimamente sorprendida de verla. Le sonrió de oreja a oreja y la tomó de las manos.
–¡Kath! Tu padre y yo te estábamos esperando. Ya era hora de que llegaras. Ven conmigo.
Kath, demasiado conmocionada para poder reaccionar, se dejó arrastrar por ella a través de la arena.
Se encontraban en una casa. Grande, con paredes blancas y cuadros de paisajes marinos colgados por aquí y por allá. Los muebles eran color caoba y había un pequeño bar lleno de vinos en una esquina. Era la casa de la playa de su tía Daryl. Habían pasado varios años desde la última vez que estuvo allí, pero la reconoció sin dificultad. Todo seguía tal como lo recordaba. Kath se dio la vuelta, algo tambaleante, buscando a Keiko por la casa, pero no había rastro de ella. Si la situación no fuera tan extraña, casi se hubiera sentido aliviada.
Escuchó voces ahogadas desde la habitación contigua, así que se dirigió hacia allí, pero cuando abrió la puerta no vio la cama matrimonial de sus tíos, como esperaba. No vio ni siquiera un dormitorio. Ante sus ojos se alzaba una especie de plaza en medio de un pueblito que parecía salido de un cuento de hadas. Casas de piedra y madera con chimeneas muy altas sobre callejuelas irregulares. Kath intentó regresar a la casa de la playa, pero la puerta había desaparecido a sus espaldas. Se volvió hacia la plaza, resignada, y dio un par de pasos vacilantes en dirección a la fuente que se encontraba en el centro. Sin saber qué más hacer, miró su reflejo en el agua. Tenía la cara demasiado borrosa como para poder distinguir rasgos muy definidos, pero era claro que tenía el cabello rojo. En un primer momento no le dio importancia, luego recordó que su cabello era castaño. Volvió a mirar y, efectivamente, ahora era castaño.
Frunciendo el ceño, se sentó en el borde de la fuente. Se sentía demasiado mareada como para explorar aquel nuevo escenario. Además, empezaba a sentir una leve llovizna y no quería perderse en un lugar desconocido con ese clima. Sólo esperaría a que alguien apareciera y le preguntaría cómo regresar a Seattle.
Y así fue. Unos instantes después llegó corriendo una mujer de unos cincuenta años. Antes incluso de que Kath pudiera levantarse ya había llegado al final de la calle, pero justo cuando iba a perderse en una esquina se volteó de súbito y vio a Kath sentada a la fuente con sus ojos enormes llenos de pánico. Regresó a toda velocidad y la tomó de las manos, instándola a levantarse con ímpetu. Dijo algo que Kath no llegó a entender, temblando visiblemente.
–¿Qué dijiste? –le preguntó Kath, nerviosa. La mujer tiraba de ella para que corriera también. Volvió a chillarle algo, pero era claro que no estaban hablando el mismo idioma.
Es sólo que de repente ya no fueron necesarias las palabras para comunicarse, porque Kath entendió perfectamente la desesperación de la mujer: a lo lejos, entre las casitas acogedoras y los caminitos de piedra, allí al final se distinguía el mar. Y desde allí venía él con toda su fuerza, arrastrando consigo barcos, trozos de tejados y diversos muebles a toda velocidad. Kath miró a la mujer con los ojos desorbitados por el terror y ambas echaron a correr a la vez.
Corrieron huyendo del tsunami por tanto tiempo que a Kath le parecieron horas, aunque seguramente fueron tan sólo un par de minutos. Kath sentía el corazón latiéndole desbocado a cada paso, el agua le empapaba las piernas y le dificultaba seguir avanzando. Al doblar en una curva se encontró con un enorme edificio de varios pisos, bastante incongruente con el resto de las casitas que bordeaban la zona pero muy útil en aquel momento. Kath se volteó para decirle a la mujer que deberían refugiarse allí, pero se dio cuenta de que estaba sola. Giró sobre sí misma y miró por la esquina, pero se había esfumado. Lamentablemente, el agua seguía su curso destruyendo todo a su paso, así que Kath corrió al interior del edificio.