El esbirro avanzaba por el largo pasillo de piedra blanca, el sonido de sus propios pasos y su respiración acompasada resonaban a su alrededor. A cada lado iban apareciendo puertas constantemente, de distintas formas, tamaños y diseños, pero el esbirro seguía caminando con la mirada fija al frente.
Sentía el tirón de su amo. El llamado apremiante, que lo invocaba a encontrarse con él en ese mismo instante.
El esbirro no podía pensar en nada más, no importaba nada más. Tenía que cumplir órdenes.
Si tuviera tiempo, probablemente se quedaría un rato a investigar a su alrededor. Siempre le había parecido curioso el sistema de puertas de la Niebla. ¿Por qué se le presentaban esas en específico y no otras? ¿Quién las diseñaba? ¿Quién decidía dónde ponerlas?
Pero ahora no era el momento.
De hecho, esas preguntas que en otras circunstancias le habrían comido la cabeza y obligado a detenerse para estudiar, ahora eran tan sólo una pequeña molestia en el fondo de su mente. Una picazón tenue que podía ignorar sin dificultad.
El esbirro no tenía consciencia, su existencia entera no tenía más sentido que estar allí cuando el amo lo ordenase, como en aquel momento. El esbirro no era nada en sí mismo, era sólo una manifestación del gran poder de su amo, una manifestación de su voluntad. Estaba allí para servirlo y no podía existir sin él.
Por eso, su amo era lo único que realmente importaba. Esas preguntas banales que nacían en él cuando no tenía nada más que hacer eran tan sólo pasatiempos absurdos, una forma de engañarse a sí mismo, imaginando que era libre y que su mente no pertenecía a alguien más.
Su existencia sólo cobraba sentido cuando recibía órdenes.
Avanzó y avanzó, y se introdujo más en las profundidades de la Niebla. Por un momento le costó respirar con naturalidad, pero pronto la influencia del amo se intensificó y su poder fue más fuerte que las intenciones de la Niebla de aniquilarlo.
Ingresó por una de las puertas más lejanas y se encontró súbitamente en una taberna estilo medieval. Por una de las ventanas, distinguió un día grisáceo que amenazaba lluvia, y algunas casitas de madera y ladrillo a un costado de la calle. No había nadie afuera, pero dentro de la taberna habría varias personas.
Y allí estaba él, el amo, sentado a la barra y rodeado por el extraño grupo de personas que siempre lo acompañaban cuando iba a verlo. En una mano sostenía una enorme jarra de cerveza y con la otra pasaba las páginas de un libro que tenía apoyado sobre el regazo, sin despegar la mirada de él en ningún momento.
El esbirro se preguntó qué estaría leyendo ahora. El amo siempre estaba leyendo, y todas las veces era un libro diferente. Le gustaban especialmente las tragedias griegas. Solía citar a sus autores favoritos cuando hablaba, e incluso había apodado a algunos de sus compañeros en honor a los personajes de sus historias.
El amo debió notar el par de ojos fijos en él, porque apartó la mirada del papel y la posó sobre el esbirro. Sus ojos verdes, de un tono sucio, casi terroso, lo miraron expectante. El amo siempre tenía esa expresión atenta, obsesiva, como tratando de captar hasta el más mínimo detalle de todo lo que había a su alrededor. Eso cuando no tenía la nariz metida en un libro, claro.
Aun así, había algo desequilibrado en sus ojos que ponía un poco nervioso al esbirro. Era evidentemente un hombre muy inteligente y culto, pero tal vez todo el tiempo que llevaba escondido allí en las zonas más profundas y desoladas de la Niebla, donde apenas se podía respirar, donde el lazo con su cuerpo físico era débil y corría el peligro constante de que se cortase; quizás le había hecho mal. Tal vez vivir soñando le había trastocado la mente.
De hecho, a cada uno de sus encuentros, el esbirro notaba que la silueta humana del amo se iba difuminando más y más, como si se estuviera convirtiendo en una sombra, en un ente más del Mundo de la Niebla.
El amo cerró el libro, dejando un dedo dentro para no perder la página.
–¿Y bien? –dijo, a modo de saludo. Había cierta tirantez en la pregunta. El amo tenía una voz suave, de narrador de historias, pero últimamente sonaba demasiado ansiosa y perturbada cada vez que hablaba. Estaba perdiendo la paciencia–. ¿Qué averiguaste?
El hombre rubio que se encontraba sentado en un taburete junto al amo le echó un vistazo de reojo, pero pronto regresó su atención otra vez a la cerveza que tenía entre las manos.
–La chica ha mandado a llamar al grupo, tal y como lo dijiste –expresó el esbirro, haciendo una ligera reverencia. Al amo le gustaban esas cosas. Le gustaba el respeto, le gustaba que lo admiraran, incluso si no lo hacía por su propia voluntad–. Pronto será su primera reunión.
Él sonrió con su sonrisa de demente. Una sonrisa irregular, oscilante, casi como un tic. El esbirro se preguntó hacía cuánto tiempo que no estaba en su tierra, hacía cuánto que no despertaba, hacía cuánto que soñaba.
Se preguntó qué tanto de lo que veía frente a sí era real. Los sueños eran engañosos, nunca mostraban la realidad tal cual. O, quizás, mostraban otra versión de la realidad.
El hombre que tenía al frente no era demasiado alto, incluso en el taburete en el que se hallaba sentado. Tampoco era muy viejo. De hecho, probablemente era más joven de lo que parecía. El aspecto desaliñado y pálido lo hacía parecer levemente enfermo, como si apenas se estuviera recuperando de una grave enfermedad que lo dejó al borde de la muerte.