Mike no soportaba más las visiones.
Lo enfermaban. Literalmente. Hacía cuatro días que no era capaz de concentrarse en nada más que las náuseas y migrañas incansables que le nublaban la mente y le impedían descansar.
Hacía cuatro días que lo perseguían sin detenerse por un segundo, recordándole constantemente el pánico y el dolor que había sufrido en el Tajo.
El dolor que ni siquiera había sufrido aún en realidad.
Había sido de repente. Aquella noche Mike se había ido a la cama temprano, tras un día agotador en el restaurante. Su sueño era tranquilo, reconfortante. No recordaba de qué iba, pero se sentía bien. Seguramente se encontraba cerca del bosque mágico de las pacificadoras, aquellos entes de luz que bendecían a los soñadores con buenos pensamientos.
Era una de esas noches especiales en que podía descansar sin que la Niebla y sus monstruos lo acosaran. Era una de esas buenas noches.
Pero dejó de serlo en un instante.
Así, sin ningún tipo de aviso, todo comenzó a colapsar a su alrededor. El sueño se resquebrajó y Mike fue súbitamente consciente de dónde se encontraba, como si hubiera despertado dentro del sueño, dentro del caos.
Estaba en la biblioteca del colegio, lo cual no era nada sorprendente. Sus buenos sueños solían transcurrir allí. El techo era más alto que el de la biblioteca real, había más ventanas, era más amplio y luminoso. Había libros por todos lados y ni una sola persona además de él. Era el paraíso.
De no ser, claro, por el hecho de que se estaba viniendo abajo.
Unos ruidos como golpes metálicos lo sacaron de su placidez y lo hicieron levantarse asustado, dejando caer al suelo el libro que estaba leyendo. No recordaba cuál era. Tampoco importaba, todo a su alrededor se estaba rompiendo.
Y entonces empezó lo absurdo.
La puerta de la biblioteca se abrió de golpe y por ella entró un lagarto gigante, parado sobre las patas traseras y con unos colmillos enormes que sobresalían por su hocico.
De algún modo, Mike sabía que lo estaba buscando a él.
Se ocultó tras una de las infinitas estanterías de la biblioteca, temblando de miedo, pero el lagarto comenzó a olfatear en el aire y Mike supo que estaba perdido. La biblioteca se estaba viniendo abajo, los libros estaban derramados por todo el suelo, las vigas del techo se resquebrajaban y empezaban a ceder. Mike no tenía a dónde ir.
El lagarto avanzó lentamente a través de libros deshojados y trozos de madera y cemento, directo al escondite de Mike. El chico se encogió en su sitio, con la espalda pegada a la pared y aovillado sobre las rodillas.
Cuando el lagarto estuvo frente a él, habló. Y su voz era la de su padre.
–Ya me enteré de tus andanzas, muchacho. –Escupió, furioso. Mike no se atrevió a alzar la mirada, estaba aterrado–. Se acabó. Ya no puedes ocultarte en este basurero para no estar en casa. No podrás volver jamás, ¿lo ves? Ahora pasarás encerrado en tu habitación el resto de tus días, estudiando bajo mi vigilancia.
Alguien rompió a llorar a su lado, y solo entonces Mike alzó la vista, llevado por la sorpresa. Había una niña entre ellos, justo en frente del lagarto que era su padre. Era Rachel.
Los ojos de Mike se abrieron desorbitadamente cuando vio que el lagarto gigantesco levantaba uno de sus brazos de reptil y lo soltaba sobre su hermana, dispuesto a acallar las quejas de la única manera en que sabía hacerlo. Mike se puso en pie de un salto y apartó a su hermana de un empujón.
No llegó a sentir el golpe furioso de las garras contra su piel, porque justo entonces cambió el sueño.
Ahora estaba atrapado en una celda. No estaba seguro de dónde, era un lugar angosto y frío, completamente sumido en la oscuridad. No podía ver nada.
Mike comenzó a tiritar, presa del pánico y el frío. No entendía qué estaba pasando, no sabía qué hacía allí. No sabía por qué lo castigaban.
De repente, como si se hubiera materializado frente a él de la nada, vio a su padre. Esta vez tenía forma humana, el mismo aspecto que tenía en la realidad, excepto por sus ojos, que eran verdes en lugar de grises. Había algo extraño en ellos, cierto matiz demencial, casi obsesivo. Nunca antes había tenido su padre esa expresión en la mirada. Parecía fuera de sí.
Robert Aiken se acercó a él en la oscuridad, con pasos suaves. Su rostro apenas llegaba a distinguirse allí en medio de las sombras, tan sólo el brillo desquiciado de sus ojos.
Y cuando habló, no reconoció su voz.
–Dime, Tiresias, dime dónde están.
Mike retrocedió alarmado, frunciendo el ceño con confusión. Tras él, la pared del calabozo era frío como un trozo de hielo.
–Es la última vez que voy a pedírtelo. –Continuó, al ver que Mike callaba. La amenaza en su voz era palpable–. Me obligarás a recurrir a otros medios.
–N-no sé qué q-quieres –balbuceó Mike, temblando de pies a cabeza. El corazón le latía a toda velocidad–. No entiendo. Por favor…
El hombre soltó un bufido.