Sentía en la cabeza formarse una montaña, peñascos de dolor se atraían entre sí, como si formaran un planeta, convirtiéndose su cuerpo en la base de todo aquello. Le pesaba, le pesaba más que su arma, la nueva ametralladora ligera IM-79, energizado por un Cristal Ígneo, el cual estaba colocado centímetros delante del gatillo. Su forma rocosa y alargada, latía roja como las fauces de un volcán activo, era capaz de disparar doscientas veces antes que necesitara ser reemplazado con otro, su cadencia de fuego era temible, como un ejército de Wyvgons, rugiendo y respirando fuego uno tras otro y su retroceso, inexistente, lo cual la convertía en el fusil automático más poderoso de todo el mundo hasta ahora. La sostenía firmemente, lista para cualquier intento de sorpresa, Raval Dionar, hijo del Norte nacido en los suburbios industriales de la Gran Mithralia, capital del Sacro Imperio de Mel, de facciones simétricas que se podrían considerar bellas si no fuera por su boca, la cual estaba deformada por una gran cicatriz que atravesaba los labios dejando un camino en diagonal, grueso y carnoso, resultado de la confrontación contra asaltantes en los días de universidad del Privado Dionar.
Bajó su vista para de nuevo mirar su arma, no le daban a cualquiera algo así, la asignación del fúsil fue consecuencia de quedar como un Privado de Élite durante las treinta pruebas de Melziz, examen de entrada al colegio militar; sus ojos la estudiaron con tal cuidad como la primera vez que estuvo con una mujer y sus dedos, la abrazaban con fuerza y pasión. Tal genialidad, resultado de la armonía entre ciencia y naturaleza estaba recién salida de las fábricas imperiales, tenía la piel de acero y color del azabache: pulido y brillante. Esto se debía a la combinación de Cristales Nocturnos, pasados por el fuego hasta volverse líquidos, con el acero, en aquel mismo estado acuoso; este proceso acababa creando un arma resistente y templada. Y en una noche como aquella, el arma se volvía una con las penumbras que emanaba la ausencia del Xul, y las nubes, gruesos muros de castillo, ocultaban las principescas luces de las dos lunas que reinaban por sobre el firmamento de Grondum.
Distraerse con su arma funcionó por un momento, sin embargo, la cabeza no cesaba de pesarle, le pesaba más que todo su equipo. Su mochila, de varios compartimientos y en cuyo estómago principal descansaban los recursos necesarios para mantener a un soldado vivo: raciones medidas a la perfección y empacadas tan seguras como un soldado de los días antiguos vestido en armadura; constaban de estofado de Magiali, cocido ya, atrapado en una bolsa plástica a la cual se le agregaba algo de agua para calentar la ración, una lata de paté de Butari y un paquete de galletas saladas que intentarían sin éxito mejorar el sabor. En un compartimiento de menor tamaño, como embriones esperando la señal de la vida, Cristales Ígneos acomodados uno encima del otro, cinco de ellos. Un botiquín de primeros auxilios, prisionero en una pequeña caja metálica color púrpura, con el escudo Imperial de las fuerzas terrestres: la gran Terrikiria de dos cabezas, sosteniendo espadas largas en sus picos como posturas de combate. Un saco de dormir color caqui el cual descansaba atado justo en la base de la mochila. Atada a la cintura, llevaba también una cantimplora llena de agua. Y por más que bebiera, la pesadez en la cabeza no desistía.
«La tormenta de ayer era tan agradable. ¡Como no aproveché para saltar en los charcos!» un pensamiento infantil evadió toda pesadez que sentía y una mueca parecida a una sonrisa que denotaba nostalgia se manifestó en su rostro. Alzó la cabeza para observar el cielo, no pudo observar ni una estrella, solo densas nubes y lluvia que caía como un ataque aéreo sobre desafortunados soldados. El tiempo que mantuvo la vista hacia arriba no duró demasiado, no fue por la fuerza del agua cayendo en picada dificultándole respirar sino una ráfaga de luz. Con un veloz movimiento volvió la vista hacia el frente y cerro con fuerza los ojos por un par de segundos. «Los relámpagos de ayer, eran tan agradables, parecía que el Xul nos saludaba y anunciaba la victoria». Pensamientos de fe y nostalgia no hacía más que agregar pesadumbre a su cráneo, tanto que su vista se concentró en sus pasos; el color de sus botas apenas podía romper con la capa oscura que inundaba todo a su alrededor. Caminaba sobre el abismo, pues la tierra era apenas reconocible. Si no fuera porque la División de Tanques había ya dejado sus huellas, marcando el camino hacia adelante, no sabría hacia dónde ir. Solo sus botas lograban siquiera asomarse en tan abismal caminata. El día anterior una tormenta azotó la isla y parecía ser en el frente donde más furiosa se encontraba. Los truenos rugían como monstruosos gigantes de legendas pasadas, y los relámpagos iluminaban el cielo, cegando a las estrellas. Hoy, sin embargo, la lluvia era muda. Ni siquiera sus gotas se lograban escuchar. Aquellos terribles rugidos del ayer, eran hoy grillos comparados con el grito de guerra de la artillería, de las armas siendo descargadas en ráfagas que parecían insectos supersónicos en su prisa por morir. Los relámpagos eran reemplazados por los antiaéreos en acción, y en ocasiones por cadáveres de aviones que perdieron su lucha por sobrevivir y avanzar. Su división entera no tenía ni un mes de existir, la componían soldados recién graduados de la Escuela Militar del Imperio de Mel. Era la División 346 del Gran Ejército Imperial. Compuesta de tres regimientos de artillería, soporte de ingeniería con tanques, seis regimientos de infantería y el equipo de suministros. Orgullosos soldados del Imperio, bajo las órdenes de su Majestad Imperial y gran comandante del ejército, fuerza área, y fuerza naval imperial, Vitrus IV de Mel. Sobre el tanque líder de la división, ondeaba la bandera del Sacro Imperio de Mel, que al mismo tiempo era el escudo de armas de la Casa de Mel: La Terrikiria de dos cabezas, dorada como el Xul, adornada con un par de coronas tan doradas como la gran ave, con los seis cristales nativos de Mel sobre un campo púrpura.