Meredith no lo entendía, pero miraba el mazo amarillento con cierta admiración, con unos detalles dorados preciosos llenos de vida. Le recordaban a estar de pié en aquellos recorridos tan divertidos en Egipto, donde había leído con afán mil artículos al respecto de nuevos descubrimientos y oyendo hablar a los guías con curiosidad.
El hotel en el que se estaban hospedando por un corto periodo de tiempo estaba en silencio. Pero el lugar estaba bien, no era tan caro para lo que ofrecía, y de pasada es que tenía una buena anécdota para contar. Una anécdota que a Meredith le hacía gracia, y que a Lilian le estresaba como nadie: habían atacado los buses de todas las estaciones de aquel pueblo. Era interesante para Meredith, que adoraba las historias: ¿Crees que haya una pelea? ¿Sólo vandalismo? ¿Locura?
Se rumoreaba que era una cosa entre bandos, ¿Bandos de qué? Meredith no lo sabía, pero sí tenía el recuerdo de ese chisme entre señoras mayores en una confitería. Le habían dicho que lucía como un payaso envuelto en amarillo, por sus prendas extravagantes.
Sonrió al posar sus dedos sobre el mazo para darle unas suaves caricias, sintiendo una especie de chispa que no podía explicar. Le gustaba mucho ese relieve inexplicable en las cartas, mezclado con la ocasional nostalgia de admirar la vida y pensar, de la nada, que todo era bello.
—¿Y eso?— inquirió Lilian, su hermana, con su cabello liso corriendo como una cascada sobre sus hombros desnudos. Meredith le sonrió— Vaya, las cartas de la señora del puesto.
—Se veía joven, igualmente.
—¿Verdad? Aunque, no creo en éstas cosas, Mer— le aclaró a su hermana, que miraba las cartas con un porte soñador y maravilloso. Sintió una enorme afinidad hacia sus cartas.
Qué hermoso era pensar en ello: sus cartas.
Era maravilloso.
—¿No? ¿Ni un poco?
—No, Mer. La magia son trucos, y la videncia es un ademán raro donde te tomas un té y ves flores y colores y te dicen que te vas a, no sé, encontrar un unicornio— Meredit al principio se rió de ello, porque la seriedad de Lilian muchas veces le provocaba eso: risa. Le provocaba risa porque de alguna forma ella amaba que su hermana fuese tan... escéptica a las cosas. Así la magia, de alguna forma, quedaba sólo para ella.
Era hermosa a su manera, y Lilian había elegido la vida mundana e incrédula.
Luego de reír, Meredith tomó una carta del mazo.
—Mira, el Colgado...
—¿Qué significa?
Meredith se quedó en blanco.
—En realidad, no lo sé, pero sé que esta eres tú.
Ilusiones.
De eso hablaba, para ella, el colgado. El colgado tenía una bruma que le permitía pensar en las cosas de una forma en que no todos podían. Seguramente, esa bruma que le tenía distraído, era la bruma que no iba a permitirle pensar como debía y quizás cometer muchos errores.
Meredith no sabía si eso le gustaba verlo o no, tampoco. Pero no quería decírselo. Lilian tenía... una especie de efecto extraño en Meredith, desde pequeñas. A Lilian no le gustaban muchas cosas, y a Meredith le encantaba todo, aunque... al final Lilian acompañaba a Meredith muchas veces, aunque no le gustase la situación. No entendía por qué.
—¿Me vas a colgar?— Meredith se puso de pié para empujar ligeramente el hombro de Lilian ante su comentario. Muchas veces no lo admitía, pero no dejaría que le pasara nada, nunca.
—¿Cómo te atreves, Lili?— le reprochó en cuanto pudo, con una enorme cantidad de dramatismo en sus ojos y en su expresión en general.
—Pues no sé, quizás me colgarías de los pies o algo.
Meredith sonrió junto a Lilith ante la broma.
—Quédate aquí, voy a buscar algo de agua— le avisó antes de salir de la habitación alfombrada con pasos largos y seguros. Aunque cuando salió, apenas abrió la puerta, se encontró con un hombre que paseaba por ahí.
Sí, que paseaba, o eso parecía. Porque no se veía como yendo a ningún lado, ni parecía quedarse por allí.
Pero éste la miró fijamente.
Era un tipo enorme, muy alto, fornido y que parecía haber pasado, por lo menos, doce horas diarias en un gimnasio. Tenía miedo, por alguna razón, no lo entendió, porque no estaba acostumbrada a sentir miedo casi nunca.
Sin embargo, era un miedo visceral.
—Aquí estás... maldita bruja ladrona.
—Lo siento— admitió la mujer del cabello rizado, fingiendo no sentir que se le desarmaba el estómago— Pero creo que esas cosas de decirle "bruja" a una mujer sólo porque sí, es un poco anticuado... y misógino.
—¡Cuidado, Meredith!— gritó su hermana, lo que alarmó a la nombrada en primer lugar.
En ese momento, ella se percató recién, de que el hombre tenía un arma blanca entre sus manos.
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Editado: 10.03.2023