El señor y la señora Dursley, que vivían en el número 4 de Privet Drive, estaban
orgullosos de decir que eran muy normales, afortunadamente. Eran las últimas
personas que se esperaría encontrar relacionadas con algo extraño o misterioso,
porque no estaban para tales tonterías.
El señor Dursley era el director de una empresa llamada Grunnings, que fabricaba
taladros. Era un hombre corpulento y rollizo, casi sin cuello, aunque con un bigote
inmenso. La señora Dursley era delgada, rubia y tenía un cuello casi el doble de largo
de lo habitual, lo que le resultaba muy útil, ya que pasaba la mayor parte del tiempo
estirándolo por encima de la valla de los jardines para espiar a sus vecinos. Los
Dursley tenían un hijo pequeño llamado Dudley, y para ellos no había un niño mejor
que él.
Los Dursley tenían todo lo que querían, pero también tenían un secreto, y su
mayor temor era que lo descubriesen: no habrían soportado que se supiera lo de los
Potter.
La señora Potter era hermana de la señora Dursley, pero no se veían desde hacía
años; tanto era así que la señora Dursley fingía que no tenía hermana, porque su
hermana y su marido, un completo inútil, eran lo más opuesto a los Dursley que se
pudiera imaginar. Los Dursley se estremecían al pensar qué dirían los vecinos si los
Potter apareciesen por la acera. Sabían que los Potter también tenían un hijo pequeño,
pero nunca lo habían visto. El niño era otra buena razón para mantener alejados a los
Potter: no querían que Dudley se juntara con un niño como aquél.
Nuestra historia comienza cuando el señor y la señora Dursley se despertaron un
martes, con un cielo cubierto de nubes grises que amenazaban tormenta. Pero nada
había en aquel nublado cielo que sugiriera los acontecimientos extraños y misteriosos
que poco después tendrían lugar en toda la región. El señor Dursley canturreaba
mientras se ponía su corbata más sosa para ir al trabajo, y la señora Dursle
Ninguno vio la gran lechuza parda que pasaba volando por la ventana.
A las ocho y media, el señor Dursley cogió su maletín, besó a la señora Dursley
en la mejilla y trató de despedirse de Dudley con un beso, aunque no pudo, ya que el
niño tenía un berrinche y estaba arrojando los cereales contra las paredes. «Tunante»,
dijo entre dientes el señor Dursley mientras salía de la casa. Se metió en su coche y se
alejó del número 4.
Al llegar a la esquina percibió el primer indicio de que sucedía algo raro: un gato
estaba mirando un plano de la ciudad. Durante un segundo, el señor Dursley no se dio
cuenta de lo que había visto, pero luego volvió la cabeza para mirar otra vez. Sí había
un gato atigrado en la esquina de Privet Drive, pero no vio ningún plano. ¿En qué
había estado pensando? Debía de haber sido una ilusión óptica. El señor Dursley
parpadeó y contempló al gato. Éste le devolvió la mirada. Mientras el señor Dursley
daba la vuelta a la esquina y subía por la calle, observó al gato por el espejo
retrovisor: en aquel momento el felino estaba leyendo el rótulo que decía «Privet
Drive» (no podía ser, los gatos no saben leer los rótulos ni los planos). El señor
Dursley meneó la cabeza y alejó al gato de sus pensamientos. Mientras iba a la
ciudad en coche no pensó más que en los pedidos de taladros que esperaba conseguir
aquel día.
Pero en las afueras ocurrió algo que apartó los taladros de su mente. Mientras
esperaba en el habitual embotellamiento matutino, no pudo dejar de advertir una gran
cantidad de gente vestida de forma extraña. Individuos con capa. El señor Dursley no
soportaba a la gente que llevaba ropa ridícula. ¡Ah, los conjuntos que llevaban los
jóvenes! Supuso que debía de ser una moda nueva. Tamborileó con los dedos sobre el
volante y su mirada se posó en unos extraños que estaban cerca de él. Cuchicheaban
entre sí, muy excitados. El señor Dursley se enfureció al darse cuenta de que dos de
los desconocidos no eran jóvenes. Vamos, uno era incluso mayor que él, ¡y vestía una
capa verde esmeralda! ¡Qué valor! Pero entonces se le ocurrió que debía de ser
alguna tontería publicitaria; era evidente que aquella gente hacía una colecta para
algo. Sí, tenía que ser eso. El tráfico avanzó y, unos minutos más tarde, el señor
Dursley llegó al aparcamiento de Grunnings, pensando nuevamente en los taladros.
El señor Dursley siempre se sentaba de espaldas a la ventana, en su oficina del
noveno piso. Si no lo hubiera hecho así, aquella mañana le habría costado
concentrarse en los taladros. No vio las lechuzas que volaban en pleno día, aunque en
la calle sí que las veían y las señalaban con la boca abierta, mientras las aves
desfilaban una tras otra. La mayoría de aquellas personas no había visto una lechuza
ni siquiera de noche. Sin embargo, el señor Dursley tuvo una mañana perfectamente
normal, sin lechuzas. Gritó a cinco personas. Hizo llamadas telefónicas importantes y
volvió a gritar. Estuvo de muy buen humor hasta la hora de la comida, cuando decidió
estirar las piernas y dirigirse a la panadería que estaba en la acera de enfrente.
Había olvidado a la gente con capa hasta que pasó cerca de un grupo que estaba al
lado de la panadería. Al pasar los miró enfadado. No sabía por qué, pero le ponían nervioso. Aquel grupo también susurraba con agitación y no llevaba ni una hucha.
Cuando regresaba con un dónut gigante en una bolsa de papel, alcanzó a oír unas
pocas palabras de su conversación.
—Los Potter, eso es, eso es lo que he oído…
—Sí, su hijo, Harry…
El señor Dursley se quedó petrificado. El temor lo invadió. Se volvió hacia los
que murmuraban, como si quisiera decirles algo, pero se contuvo.
Se apresuró a cruzar la calle y echó a correr hasta su oficina. Dijo a gritos a su
secretaria que no quería que le molestaran, cogió el teléfono y, cuando casi había
terminado de marcar los números de su casa, cambió de idea. Dejó el aparato y se
atusó los bigotes mientras pensaba… No, se estaba comportando como un estúpido.
Potter no era un apellido tan especial. Estaba seguro de que había muchísimas
personas que se llamaban Potter y que tenían un hijo llamado Harry. Y pensándolo
mejor, ni siquiera estaba seguro de que su sobrino se llamara Harry. Nunca había
visto al niño. Podría llamarse Harvey. O Harold. No tenía sentido preocupar a la
señora Dursley, siempre se trastornaba mucho ante cualquier mención de su hermana.
Y no podía reprochárselo. ¡Si él hubiera tenido una hermana así…! Pero de todos
modos, aquella gente de la capa…
Aquella tarde le costó concentrarse en los taladros, y cuando dejó el edificio, a las
cinco en punto, estaba todavía tan preocupado que, sin darse cuenta, chocó con un
hombre que estaba en la puerta.
—Perdón —gruñó, mientras el diminuto viejo se tambaleaba y casi caía al suelo.
Segundos después, el señor Dursley se dio cuenta de que el hombre llevaba una capa
violeta. No parecía disgustado por el empujón. Al contrario, su rostro se iluminó con
una amplia sonrisa, mientras decía con una voz tan chillona que llamaba la atención
de los que pasaban:
—¡No se disculpe, mi querido señor, porque hoy nada puede molestarme! ¡Hay
que alegrarse, porque Quien-usted-sabe finalmente se ha ido! ¡Hasta los muggles
como usted deberían celebrar este feliz día!
Y el anciano abrazó al señor Dursley y se alejó.
El señor Dursley se quedó completamente helado. Lo había abrazado un
desconocido. Y por si fuera poco le había llamado muggle, no importaba lo que eso
fuera. Estaba desconcertado. Se apresuró a subir a su coche y a dirigirse hacia su
casa, deseando que todo fueran imaginaciones suyas (algo que nunca había deseado
antes, porque no aprobaba la imaginación).
Cuando entró en el camino del número 4, lo primero que vio (y eso no mejoró su
humor) fue el gato atigrado que se había encontrado por la mañana. En aquel
momento estaba sentado en la pared de su jardín. Estaba seguro de que era el mismo,
pues tenía unas líneas idénticas alrededor de los ojos.
—¡Fuera! —dijo el señor Dursley en voz alta.
El gato no se movió. Sólo le dirigió una mirada severa. El señor Dursley se preguntó si aquélla era una conducta normal en un gato. Trató de calmarse y entró en
la casa. Todavía seguía decidido a no decirle nada a su esposa.
La señora Dursley había tenido un día bueno y normal. Mientras comían, le
informó de los problemas de la señora Puerta Contigua con su hija, y le contó que
Dudley había aprendido una nueva frase («¡no lo haré!»). El señor Dursley trató de
comportarse con normalidad. Una vez que acostaron a Dudley, fue al salón a tiempo
para ver el informativo de la noche.
—Y, por último, observadores de pájaros de todas partes han informado de que
hoy las lechuzas de la nación han tenido una conducta poco habitual. Pese a que las
lechuzas habitualmente cazan durante la noche y es muy difícil verlas a la luz del día,
se han producido cientos de avisos sobre el vuelo de estas aves en todas direcciones,
desde la salida del sol. Los expertos son incapaces de explicar la causa por la que las
lechuzas han cambiado sus horarios de sueño. —El locutor se permitió una mueca
irónica—. Muy misterioso. Y ahora, de nuevo con Jim McGuffin y el pronóstico del
tiempo. ¿Habrá más lluvias de lechuzas esta noche, Jim?
—Bueno, Ted —dijo el meteorólogo—, eso no lo sé, pero no sólo las lechuzas
han tenido hoy una actitud extraña. Telespectadores de lugares tan apartados como
Kent, Yorkshire y Dundee han telefoneado para decirme que en lugar de la lluvia que
prometí ayer ¡tuvieron un chaparrón de estrellas fugaces! Tal vez la gente ha
comenzado a celebrar antes de tiempo la Noche de las Hogueras. ¡Es la semana que
viene, señores! Pero puedo prometerles una noche lluviosa.
El señor Dursley se quedó congelado en su sillón. ¿Estrellas fugaces por toda
Gran Bretaña? ¿Lechuzas volando a la luz del día? Y aquel rumor, aquel cuchicheo
sobre los Potter…
La señora Dursley entró en el comedor con dos tazas de té. Aquello no iba bien.
Tenía que decirle algo a su esposa. Se aclaró la garganta con nerviosismo.
—Eh… Petunia, querida, ¿has sabido últimamente algo sobre tu hermana?
Como había esperado, la señora Dursley pareció molesta y enfadada. Después de
todo, normalmente ellos fingían que ella no tenía hermana.
—No —respondió en tono cortante—. ¿Por qué?
—Hay cosas muy extrañas en las noticias —masculló el señor Dursley—.
Lechuzas… estrellas fugaces… y hoy había en la ciudad una cantidad de gente con
aspecto raro…
—¿Y qué? —interrumpió bruscamente la señora Dursley.
—Bueno, pensé… quizá… que podría tener algo que ver con… ya sabes… su
grupo.
La señora Dursley bebió su té con los labios fruncidos. El señor Dursley se
preguntó si se atrevería a decirle que había oído el apellido «Potter». No, no se
atrevería. En lugar de eso, dijo, tratando de parecer despreocupado:
—El hijo de ellos… debe de tener la edad de Dudley, ¿no?
—Eso creo —respondió la señora Dursley con rigidez. —¿Y cómo se llamaba? Howard, ¿no?
—Harry. Un nombre vulgar y horrible, si quieres mi opinión.
—Oh, sí —dijo el señor Dursley, con una espantosa sensación de abatimiento—.
Sí, estoy de acuerdo.
No dijo nada más sobre el tema, y subieron a acostarse. Mientras la señora
Dursley estaba en el cuarto de baño, el señor Dursley se acercó lentamente hasta la
ventana del dormitorio y escudriñó el jardín delantero. El gato todavía estaba allí.
Miraba con atención hacia Privet Drive, como si estuviera esperando algo.
¿Se estaba imaginando cosas? ¿O podría todo aquello tener algo que ver con los
Potter? Si fuera así… si se descubría que ellos eran parientes de unos… bueno, creía
que no podría soportarlo.
Los Dursley se fueron a la cama. La señora Dursley se quedó dormida
rápidamente, pero el señor Dursley permaneció despierto, con todo aquello dando
vueltas por su mente. Su último y consolador pensamiento antes de quedarse dormido
fue que, aunque los Potter estuvieran implicados en los sucesos, no había razón para
que se acercaran a él y a la señora Dursley. Los Potter sabían muy bien lo que él y
Petunia pensaban de ellos y de los de su clase… No veía cómo a él y a Petunia
podrían mezclarlos en algo que tuviera que ver (bostezó y se dio la vuelta)… No, no
podría afectarlos a ellos…
¡Qué equivocado estaba!
El señor Dursley cayó en un sueño intranquilo, pero el gato que estaba sentado en
la pared del jardín no mostraba señales de adormecerse. Estaba tan inmóvil como una
estatua, con los ojos fijos, sin pestañear, en la esquina de Privet Drive. Apenas tembló
cuando se cerró la puerta de un coche en la calle de al lado, ni cuando dos lechuzas
volaron sobre su cabeza. La verdad es que el gato no se movió hasta la medianoche.
Un hombre apareció en la esquina que el gato había estado observando, y lo hizo
tan súbita y silenciosamente que se podría pensar que había surgido de la tierra. La
cola del gato se agitó y sus ojos se entornaron.
En Privet Drive nunca se había visto un hombre así. Era alto, delgado y muy
anciano, a juzgar por su pelo y barba plateados, tan largos que podría sujetarlos con el
cinturón. Llevaba una túnica larga, una capa color púrpura que barría el suelo y botas
con tacón alto y hebillas. Sus ojos azules eran claros, brillantes y centelleaban detrás
de unas gafas de cristales de media luna. Tenía una nariz muy larga y torcida, como si
se la hubiera fracturado alguna vez. El nombre de aquel hombre era Albus
Dumbledore.
Albus Dumbledore no parecía darse cuenta de que había llegado a una calle en
donde todo lo suyo, desde su nombre hasta sus botas, era mal recibido. Estaba muy
ocupado revolviendo en su capa, buscando algo, pero pareció darse cuenta de que lo
observaban porque, de pronto, miró al gato, que todavía lo contemplaba con fijeza
desde la otra punta de la calle. Por alguna razón, ver al gato pareció divertirlo. Rió
entre dientes y murmuró: