—¿En qué mente psicópata cabe que salgas a la calle para leer un libro?
Tardo en procesarlo.
Es él.
Ha venido.
Y el maldito está fumando al mismo tiempo que sostiene mi libro de cualquier manera.
—¡No hagas eso!
Me incorporo y me apresuro a quitárselo.
—¿Hacer qué? —pregunta, confuso.
—No fumes mientras lo tienes en las manos.
—Eh… ¿por qué no?
—¡Porque las páginas olerán a eso! —señalo el cigarrillo.
—Vale. ¿Y?
—Perderán el olor original.
—No sabes cuánto me apena.
—No quiero que mi libro huela a un bar de fumadores.
Levanta las manos en señal de rendición, con el cigarrillo en los labios. Le da una última calada a pesar de estar prácticamente entero y lo arroja al suelo.
—¿Contenta?
—Gracias —ruedo los ojos y vuelvo a mi sitio.
Él duda, pero termina sentándose también.
Podría haberse sentado en cualquier parte del banco, pero ha tomado asiento junto a mí.
Su cercanía me pone un poco nerviosa. Decido centrarme en mi libro e ignorarlo.
Pero mi decisión de hacer como si no estuviera pasa a segundo plano cuando empiezo a preguntarme a mí misma por qué está aquí.
Es decir, mi propósito era devolverle la sudadera. Pero… ¿y el suyo?
—Por qué… —me aclaro la garganta—. ¿Por qué has venido?
—Porque me ha dado la gana. ¿Y tú?
No le respondo. Me quedo mirándolo mal y suspira mientras se acomoda en el respaldo.
—Me gustó este sitio.
—¿No habrás venido a buscarme? —bromeo.
—No sabía que eras tan egocéntrica.
—Un poco —sonrío.
Mete las manos en los bolsillos. Hoy lleva una sudadera de color azul oscuro. Tiene unas palabras de color blanco justo en el centro.
“La muerte es para los cobardes”.
Vaya. Qué profundo.
—Quería devolverte la sudadera —admito, intentando romper el hielo—. Pero no sabía si volverías aquí. En realidad no pensaba que fueras a venir, así que no la he traído.
—Ya te dije que te la quedases.
—Pero fue porque hacia frío. Pensaba que querrías recuperarla.
Me contempla sin cortarse.
—Quédatela.
Paso saliva, asintiendo con la cabeza.
Esta vez sí decido centrarme en mi libro. No sé qué más hablar con él, y detesto las situaciones incómodas.
Nos mantenemos en silencio. Termino de leer la página del libro y la paso.
Pero entonces, él vuelve a la página anterior.
Pienso que es un intento de molestarme, pero entonces lo veo concentrado en el libro.
—¿Qué haces? —pregunto, divertida.
—No había terminado —espera unos segundos—. Ahora sí.
Paso la página sin poder borrarme la sonrisa. Es la primera persona que conozco que parece gustarle leer, y más, que lee conmigo.
Mi familia no es muy fanática de los libros, y Amy —mi mejor amiga— está en contra de ellos. Es la típica que te dice: “¿para qué leer el libro, si ya está la película?”
Así que esta sensación es nueva. La de poder compartir mi gusto con alguien.
Y me encanta.
—Espera —dice cuando se da cuenta de que he terminado de leer.
—Tardas mucho —lo pico—. Lees demasiado lento.
—No te metas conmigo, maleducada —murmura—. Ya.
Así pasamos las dos próximas horas.
Dos horas en las que me contengo para no sonreír cada vez que me dice “ya” o “espera, que aún no he terminado”.
Cuando empieza a anochecer, dejamos el libro a un lado. Él se pone de pie para fumar, respetando mis deseos de no querer que el olor se pegue al papel. Aún así, lo meto en el bolso, por si acaso.
—No me gusta —dice de repente y no específica.
Y mi cerebro, que no funciona demasiado bien cuando hablamos de rapidez mental, responde sin pensar.
—Normal. Está asqueroso.
—El tabaco no. El libro, idiota.
Eso me ofende. Me cruzo de brazos.
—No me llames idiota, idiota.
—¿A ti te gusta? —señala el bolso donde se encuentra mi bien más preciado.
—Es un clásico, y también mi libro favorito. Lo habré leído seis veces.
—¿En serio? —pregunta y asiento—. Pero si es una mierda. Hay mil personajes y todos tienen nombres ridículamente raros. Al final, no sabes quien es quien.
—Eso es porque no te lo has leído desde el principio —explico—. No le has pillado el hilo. Es normal que te pierdas.
Él asiente.
—Vale. ¿Y qué me dices de los nombres? No hay excusas para eso.
Sonrío, divertida.
—¿Cuáles no te han gustado?
Mira al techo, pensativo.
—Si me preguntas cual me ha gustado creo que acabamos antes —vuelve a mirarme—. “Darcy”, “Mr. Wickham”, “Mr. Bingley” —niega con desaprobación.
—Oye, son bonitos.
—Son una putada —expulsa el humo—. No tanto como el tuyo, pero son horribles.
—¡Eh!
—Solo digo la verdad. Maddy es nombre de granjera de Texas.
Ladeo la cabeza, sin saber si lo dice en serio o bromea.
—Ahora es cuando dices eso de “sin ofender”.
—Ah, no. Oféndete si quieres. No es mi problema.
Lo hago, pero entonces me percato de que está bromeando. No sé exactamente cómo, puesto que su expresión permanece impasible, pero lo sé.
—Vale —suspiro—. No te ha gustado mi libro favorito. Duele, pero lo acepto. ¿Cuáles te gustan?
—A ti te lo voy a decir.
—¿Por qué no?
—Porque tienes un gusto de mierda para los libros. No me entenderías y acabaría largándome porque no tengo paciencia para aguantar gente estúpida.
—Según tú tengo gusto de mierda para el cine, para la comida, para los libros… ¿tienes algo bueno que decir de mí?
Me observa pensativo.
—No. Nada.
Sigo sin saber si me está tomando el pelo.
—¿Recuerdas cuando te dije ayer que me caías bien? —pregunto. Él asiente, dando otra calada—. Pues estoy a punto de retirarlo.