Después de una situación algo incómoda y extremadamente sentimental, donde ambas partes se sienten culpables y un poco destrozadas, lo más sensato es actuar como si no hubiera ocurrido nada.
Y eso hacemos.
Resulta que no había nada para cenar porque Neithan no ha hecho la compra en toda la semana, pero encontré un par de cosas para picar y refresco. Y he de decir que mientras pasábamos el rato, el ambiente se ha relajado considerablemente. Hemos hablado de temas banales, consiguiendo apaciguar el caos que sentía horas atrás.
Lo único que me sorprende es que ha sido él quien ha intentado sacar conversación.
Ahora estamos en el sofá. Neithan pasa canales en la televisión mientras que yo me he atrevido a apoyar mi cabeza sobre su hombro.
Él está ocupado quejándose de los programas de cotilleos que tanto odia y que no dejan de salir, pero yo estoy con la cabeza gacha centrada en quitarme la dichosa muñequera.
Pero cada pequeño movimiento consigue hacerme ahogar un quejido.
—Eh, ¿qué haces?
Lo miro fugazmente y vuelvo a lo mío.
—Me he hecho daño antes —confieso—. Quiero quitármela. Me duele.
—Así no o te harás más daño. Ten cuidado —me detiene—. Déjame a mí.
Me sorprende la delicadeza que aplica al desabrochar el cierre de la tela que cubre mi mano. La saca poco a poco, pero se detiene un par de veces al escuchar que me quejo. Me sale solo.
Al quitarla, su mirada cambia. Roza mi mano con la yema de sus dedos.
—Mierda, Madeleine —murmura—. Tenemos que ir a un hospital.
—No —me niego al instante—. No es para tanto.
—No tiene buena pinta y hace un momento te estabas quejando.
—Ya no me duele.
Me mira con el ceño fruncido. No le gusta que le mienta. Y sé que no está bien mentirle.
—Lo siento —suelto todo el aire—. Es que no quiero empeorar las cosas. Si voy al hospital me atenderá mi doctora y hablará con mi familia. No quiero eso.
—Te entiendo pero todo eso es secundario. Necesitas ir al hospital. Puede ser grave.
—Por favor, no insistas. No quiero ir. No hoy, al menos.
Suspira pesadamente, apartando la mirada de mí y clavándola en la mano.
Vuelve a rozar la yema de los dedos contra mi piel y ese simple acto me provoca un dolor agudo, pero hago el mayor esfuerzo de mi vida para actuar con normalidad. No quiero volver a la realidad tan pronto. A pesar de todo lo ocurrido, me encanta estar aquí y no quiero que eso se estropee.
—Si te duele mucho quiero que me lo digas —me dice— y te llevaré al hospital. Me da igual que no quieras. No voy a dejar que lo pases mal por ser una testaruda.
Asiento, aliviada.
Se pone de pie sin previo aviso y camina hacia el baño. El pánico me inunda de nuevo durante un segundo, pero me tranquilizo cuando sale enseguida. Tiene algo en la mano.
—¿Qué es eso? —pregunto.
—Solo es una crema. Para el dolor de los golpes viene bien. Te dejará de molestar durante un rato.
Se me comprime el pecho cuando me doy cuenta. Me tenso y él lo nota, porque antes de empezar a aplicarla, me mira. Y conozco esa mirada.
—No preguntaré —dejo claro en voz baja—. Lo prometo.
Solo asiente, centrándose en aplicarme la crema. Pero sé que lo agradece.
Además, se lo debo. Él no ha indagado en la razón de mis pesadillas. Y podría haberlo hecho. Podría haberme pedido explicaciones, ya que anoche le prometí que hoy le contaría todo.
Pero no ha sido así. Ha respetado que me cuesta hablar de ello y se ha mantenido al margen.
Tengo que ser más como él. Debo aprender que las personas hablarán de sus problemas cuando estén cómodas y se sientan preparadas para hacerlo. No antes.
—¿Te duele?
Me centro en él cuando me pregunta mientras gira mi mano para aplicar un poco de crema en el dorso.
—No más que antes.
—No te pongas la muñequera esta noche. No creo que te esté haciendo bien ahora mismo.
—Vale.
Su forma de aplicar la crema es curiosa. Es como si me estuviera dando una especie de masaje muy superficial. Duele un poco, pero al mismo tiempo es agradable.
—Ya está. Ten cuidado de no hacer movimientos bruscos.
—No sabía que tenías conocimientos de médico —lo pico.
Para mi sorpresa, las comisuras de sus labios se elevan un poco.
—Es lógica, en realidad. Pero ¿a qué me ha quedado bien?
Sonrío sin creérmelo. ¿Ahora está bromeando?
—Solo te falta el título en la pared —le sigo el rollo.
—No me hace falta un papel para tener credibilidad. Se trata de carisma.
Suelto una casta risa.
—¿Carisma? —repito.
—Para conseguir que la gente te haga caso sin tener ni puta idea, es lo que necesitas —sonríe—. Y seguridad.
—Eh, que yo no te he hecho caso por eso —dejo claro—. Hago lo que me dices porque confío en ti.
Su sonrisa se desvanece un poco, pero no en el mal sentido. Es como si lo asimilara, simplemente.
—Y me gusta eso.
—Eres un creído con el ego en la estratosfera —ruedo los ojos—. Por supuesto que te gusta.
Me estremezco en el mejor de los sentidos cuando escucho una pequeña risa.
Pero esa sensación se ve un poco eclipsada al saber que probablemente sus sonrisas momentáneas no tienen que ver con nosotros. Tienen que ver con lo que ha tomado.
—¿Qué pasa?
Aprieto los labios, dudosa.
—Quiero preguntarte algo.
—Creía que no ibas a preguntarme sobre lo de antes...
—Te prometí que no lo haría —le recuerdo—. Es algo que quiero preguntarte desde hace varios días.
Eso parece intrigarle.
—Supongo que no es bueno —deduce.
—Entiendo si no quieres responderme —dejo claro—. Pero me gustaría que lo hicieras, la verdad.
Se pasa ambas manos por el pelo, pensativo.
Sé que lo hace cuando se siente atrapado y no está bien que lo diga, pero ese simple gesto viniendo de él me encanta.