Hasta que lo Olvide

Capítulo 3

ESTÚPIDOS QUIZÁS

 

Issia

Al llegar al edificio, lo único que deseo, además de cambiar el pasado, es encerrarme en mi habitación y quizás, hacerme un ovillo y llorar, llorar hasta que los recuerdos dejen de doler como lo hacen ahora.

Sabía que con mis lágrimas no lograría gran cosa, pero al menos podía desahogarme y calmar la agonía que sentía en el pecho.

Sin embargo, una vez puse un pie en la alfombra de entrada color café, en la que podía leerse: Bienvenido a mi paraíso, no traigas pulgas. Mis planes se fueron a la basura. Patrick me esperaba con un tazón lleno de palomitas y algunos dulces de café —mis favoritos—, sentado en el sillón, justo frente al televisor de cuarenta pulgadas que teníamos y solo usábamos los viernes. En cuanto me vio, esbozó una sonrisa y yo traté de hacer lo mismo, sin embargo no salió de mis labios, más que una asquerosa y torcida mueca.

—Bien, ya se que olvidé el helado de vainilla, pero traje jugo de limón y hoy te dejaré escoger la película —exclamó, por lo que me sentí peor conmigo. Él daba lo mejor de sí, para que yo estuviera bien y yo solo estorbaba en su vida, con mis problemas insignificantes. Con mi sola presencia y los demonios de mi pasado que no paraban de atormentarme.

"Lo necesitas, porque eres débil y los débiles no son capaces de lidiar solos con sus problemas" Me recordó la tormentosa voz que habitaba mi interior.

Dejé mi chaqueta y mi bolso, en el mueble con apartados, al lado de la puerta, me despojé de mis zapatos y me acerqué al centro de la alfombra, justo en medio del mueble donde estaba el televisor y el sofá, en el que Patrick se encontraba sentado.

—¿Qué películas trajiste hoy? —le pregunté, una vez me senté en el suelo, fingiendo de la mejor manera que estaba bien.

Me enseñó las dos cintas que tenía en la mano: el robo perfecto y un paseo para recordar.

Decliné por la segunda opción, la primera ya la habíamos visto muchísimas veces y mi ánimo necesitaba de algo similar para seguir atormentándose y sintiéndose miserable.

Patrick sonrió con pesar y se acercó al lector de DVD, que se encontraba en el mismo mueble que el televisor.

Para ambos era una vieja costumbre, que adquirimos desde que nos hicimos amigos, hace ya unos nueve años, que cada viernes, sin faltar uno, debíamos alquilar una película y verla en la casa de cualquiera —desde que nos mudamos juntos, en el apartamento—. Era una tradición que simplemente no íbamos a dejar, y tampoco a modificar, porque a pesar de que existía Netflix, YouTube y páginas ilegales en que transmitían películas; para ambos, no había nada mejor que alquilarlas en esos locales que se dedicaban a ello.

Patrick era quien se encargaba de alquilar las películas, ya que mi tiempo estaba algo limitado, por la hora de salida del trabajo. En cambio él, aunque también tenía organizado su tiempo, podía hacerse un espacio para caminar cinco cuadras, desde el apartamento, hasta la tienda de la Señora Green.

Hace poco más de un año, era yo quien alquilaba las películas, mi trabajo en uno de esos locales, me lo facilitaba, sin embargo, cuando el jefe notó que el dinero comenzaba a faltar, fue más fácil despedirme a mí, que a su sobrino —quien era un verdadero cerdo—, además del verdadero ladrón. Por suerte, no fue mucho tiempo el que estuve con solamente dos dólares en el bolsillo, pues gracias a mi buen promedio y mi gran relación con varios catedráticos de la Universidad de Georgetown —donde estudiaba—, pronto obtuve un trabajo en el bufete jurídico, en el que estaba actualmente.

No se que haría sin un empleo.

Porque a pesar de tener una cuenta bancaria con muchísimo dinero a mi nombre, era incapaz de utilizar un solo centavo. No quería nada que viniera de mi padre.

Ni siquiera llevar su apellido me enorgullecía, a él tampoco le hacía mucho afán el que yo lo portará, pero no hacía nada, todo con tal de mantener la reputación que tenía, como el mejor juez de todo Estados Unidos.

Traté de prestarle la mayor atención que podía a la película. La había visto algunas veces en el pasado, pero nunca sentí tanto vacío y nostalgia como hoy.

Comí varios dulces, incluso reí con las ocurrencias de Patrick y sus comentarios absurdos y educativos, con respecto a la leucemia, su tratamiento y el desarrollo de la enfermedad.

Si me lo preguntan, debería decir que olvidé lo que dijo, sin embargo era interesante para mí, como el fallo en una pequeña célula podía causar tantas atrocidades en todo el cuerpo; además ya me había acostumbrado a escuchar incluso desde antes que entráramos a la universidad, acerca de toda clase de enfermedades, fármacos, partes del cuerpo humano e incluso su función y composición.

Mi pelinegro mejor amigo, tenía cierta afición en comentar sobre cada conocimiento nuevo que adquiría y ya que quien estaba siempre a su lado, era yo, no me quedaba de otra. Yo por mi parte, era un poco más reservada en ese sentido, solo opinaba cuando la ocasión la ameritaba o cuando las palabras me pesaban en la boca.

—¿Estás llorando? —le pregunté un tanto asombrada, en cuanto vi, como limpiaba una pequeña lágrima que bajaba por su mejilla.

—Si, ¿Acaso tiene algo de malo eso? ¿o por ser hombre debo aguantar mis sentimientos y la presión que ejerció en mi corazón la historia?— Negué ante sus palabras, porque era cierto. Porqué por eso, él era mi mejor amigo, porque era transparente, era sincero y sobre todo, no le daba miedo admitir que podía sentir, como lo hace la mayoría de hombres, que se guían por la sociedad al no llorar, porque según ellos les quita hombría.

Lo observé eliminar las últimas gotas de líquido de su rostro, con un pañuelo, luego vio en mi dirección, lanzó un suspiro y fingió sonreír.

—Bien, limpiemos este lugar. No quiero que el apartamento se llene de insectos —expresó, al tiempo que se levantaba del sofá, con todo y los trastos vacíos para llevarlos al fregadero. Yo levanté la basura que podía haber en la alfombra, luego tomé la aspiradora y en lo que él lavaba, yo limpié la alfombra y los muebles.




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