Haylin: A través de tu piel / Saga Haylin #1

CAPÍTULO 1

Dos años después…

 

 

 

 

Haylin


Con el ceño fruncido, voy procesando lo que Diana me va comentando. Me ajusto con parsimonia los diminutos lentes. Trato de ayudarla, de comprenderla. Perdió a su marido por cáncer de próstata hace una semana. Su voz es suave y se va apagando conforme avanza. El llanto la comienza a envolver. Solloza desconsoladamente. Se tapa el rostro con las manos y niega frenéticamente. Entiendo su dolor. La pérdida de un ser al que tanto amas no es algo fácil de superar. Tienes que hacerte a la idea de que esa persona ya no está contigo. Yo he sido testigo de ello y me ha costado un poco superarlo. Me inclino sobre el escritorio y coloco el lapicero sobre la libreta. Inspiro y exhalo profundo, preparando mis palabras.


—Diana, sé que es difícil de asimilarlo. Pero ya Robert no está contigo, se ha ido a otro lugar, a uno mucho mejor. Mírame —le ordeno con suavidad. Se quita las manos del rostro y me observa con sus grandes y llorosos ojos azules. Estos muestran una profunda y desgarradora tristeza-. Desahógate ahora cariño. Es sano; pero sólo por un tiempo. Luego deberás superarlo, ¿sí? Para eso, tendrás que canalizar el sentimiento de dolor y transformarlo en felicidad. Piensa en los agradables momentos vividos con tu marido. Estos te ayudarán y verás que sonreirás muy a menudo con ellos. ¿De acuerdo?


Ella asiente, colocándose un mechón cobrizo detrás de la oreja. La sombra de una sonrisa se comienza a dibujar en sus labios.


—Gracias, doctora —dice agradecida y se pone en pie, tendiéndome su mano derecha. Me levanto y recibo encantada su saludo. Estrecha mi mano con fuerza y efusividad. La miro con ojos compasivos y le muestro una sonrisa de comprensión. Recoge su bolso beige y se marcha.


Son las cinco de la tarde; es hora de salir. Tomo mi bolso negro y salgo del consultorio. En el pasillo, me encuentro con Gina, mi secretaria. Recoge sus pertenencias de la mesa con prisa.


—Hola, Gina —le saludo—. Ha sido un gran día, ¿no crees? —pregunto amable.


—Sí, señora —responde sin mirarme. Su cara es delicada y sus ojos son marrones. Es delgada y lleva su cabello castaño en una descuidada coleta.


Es bonita de una manera natural. Lleva una blusa de manga larga azul y unos vaqueros ajustados en negro. Su personalidad es reservada, pero a la vez agradable. Inspira confianza. Apenas la he conocido hace unos días. No pretendo que de la noche a la mañana seamos mejores amigas. Lo único que deseo es que nuestra relación de jefa a empleada sea cordial en un principio.
Pasa por mi lado y se despide con un apenas audible: "adiós". Parece apresurada. No digo nada. Frunzo el ceño y la veo alejarse con sus tacones azules, que suenan con intensidad sobre la cerámica azabache. Dobla a la derecha por el pasillo y la pierdo de vista.


                                                     ***


Media hora más tarde estoy caminando extasiada por la belleza y la paz que me generan el Central Park. Todo es verde allí. El aire fresco que corre es agradable. Voy haciéndome cientos de fotos en cada lugar que recorro. Es inevitable en mí. Cada persona que pasa por mi lado me mira con caras de: ¿Qué mierdas le sucede a esta? Seguro parezco una turista. Deben de creer que estoy loca -sospecho que esto se debe a las constantes, distraídas y graciosas muecas que hago al tomarme una foto-; pero no me importa. Quiero que piensen que soy feliz, aunque no sea verdad.


Ya está comenzando a oscurecer y falta una calle para llegar a mi destino. Los autos y las personas caminan y viajan de un lado a otro. Las avenidas en Manhattan suelen estar en su mayor apogeo a estas horas. Los establecimientos, las discotecas, los bares y restaurantes suelen ser el principal destino de los neoyorquinos. Todos seguramente llegando cansados de sus trabajos o de salida para pasársela bien en algún club o bar.


Llevo instalada en esta maravillosa ciudad desde hace tres días. ¿La razón? Simple: Deseaba estar cerca de personas desconocidas. ¿Por qué? Porque quería evitar miradas acusadoras, llenas de asco y de reproche. Aquí nadie me juzga por lo que había hecho. En Atlanta, en cambio, sí. Por culpa de ello, casi termino abandonando mi trabajo. Cada día me culpo por lo sucedido. "No debió de ocurrir" me repito cada noche y día. Quiero regresar al pasado y revertir mi error, pero me es imposible; ya lo hecho, hecho está. Y lo que más me sigue royendo el corazón es: haberme alejado de mi familia.


Ellos no querían que me marchara. Sobre todo, mi madre, Rebecca, la cual lloró como una María Magdalena durante horas. Suplicó e imploró con angustia que no me fuera. Dylan, mi padre, en cambio, no protestó por mi partida. Él sabía muy bien que era lo mejor para mí. Mis padres no estuvieron contentos con lo que había hecho. Ni mucho menos yo, por supuesto. Supongo que no fue la mejor manera de actuar. Mis padres, mis grandes tesoros, fueron las únicas personas que no me juzgaron. Y los amo por ello. Están siempre a mi lado, ya sea en momentos de alegría o, en los de gran dificultad.
Por otro lado, están mis hermanos: Karla y Jayson. Extraño a Karla, una adolescente de quince años con las hormonas por los aires. Extraño su carácter y la manera tan abierta que tiene de expresarse a las personas; sin tapujos ni pelos en la lengua. Además, su sentido del humor me hacía el día. Y está Jayson, un mocoso de diez años que hacía de mi vida un caos y una maravilla. Sí, sé que suena raro, pero así es. Cada vez que pienso en todos ellos, no puedo evitar soltar alguna que otra lágrima; la añoranza me invade a mares. Nuestra comunicación es breve. Por móvil o laptop no es lo mismo; la distancia sigue siendo larga.




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