Hecho a tu medida

CAPÍTULO 24. ✺Un incómodo comienzo y un agrio final✺

—¡Apúrate Laura! —exclamé con los ojos cerrados, haciendo todo mi esfuerzo por no apretarlos, de lo contrario, mi amiga me reñiría.

—Ay, ya voy —se quejó—. Es que si no te movieras tanto, habría terminado de maquillarte hace diez minutos.

Resoplé. Como yo no era una experta en el maquillaje, necesitaba pedirle ayuda a la persona que sabía hasta lo que muchos maquillistas desconocían, no bromeo.

—¿Ya casi?

—Sí, espera, sólo los detalles finales y… Ya estás.

Abrí los ojos y, al mirarme en el espejo, quedé completamente satisfecha. Ella sabía que prefería el maquillaje neutro.

—Hice lo mejor que pude, pero no siempre puedo reparar caras feas —se lamentó, posando su mano en mi hombro.

Abofeteé su mano y ella rio.

—¡¿Ya están listas?! —gritó mamá desde la sala.

—¡Ya vamos! —exclamamos de regreso, tomando nuestras cosas para salir. En la sala se encontraban mi hermano, mis padres y los sobrinos que una de mis primas dejó a nuestro cargo por tres días. Y como mamá era amante de los niños, por supuesto que aceptó.

Al ser una feria donde habían muchos juegos, preferí ponerme un short y una camiseta holgada, mientras que mi amiga dijo que no tendría problema si llevaba falda, pues se negaba a subir a los «peligrosos». Le tenía pánico a las alturas y a los movimientos bruscos.

Una de las cosas que adoraba de mi pueblo era el ambiente. Desde que entrabas a la iglesia ya podías oler los elotes recién hechos y escuchar a lo lejos el ruido de los juegos funcionando, gracias a que los pecadores se saltaban la misa. Siendo honesta, quería ser una pecadora y omitir el discurso del padre, sin embargo, mamá me mataría si me atreviera a hacerlo. Además, debo admitir que el discurso del hombre era interesante. Nadie sabía cómo lo hacía, pero siempre lograba llamar la atención de todos.

En cuanto la misa finalizó, los niños salieron disparados para invadir los juegos. La mayoría prefería los carritos chocones.

—¡Vamos a ese, vamos a ese! —gritó Dayana, apuntando al juego de las canicas y jalando del suéter de mamá.

—No, mejor a ese, tía —suplicó Dana, señalando la Noria.

—¡Sí, yo quiero! —secundó Darlene mientras daba saltitos. Mis padres se vieron y asintieron, tomando una decisión.

—¡De acuerdo! —Papá aplaudió para llamar nuestra atención—. Lucy y Dayana, vayan con su tía; Darlene y Dana vienen conmigo; y ustedes chicas… nos vemos en casa antes de las doce, ¿está bien?

Lau y yo asentimos, pero Lucy, la hermana mayor, puso mala cara.

—No es justo. Yo quiero ir con ellas.

—Prometo que si vas con nosotras, te compro algo bueno. Más de lo que ellas podrán comprar —musitó mamá y le guiñó el ojo.

Yo no dudé de su honestidad, pues consentía más a sus sobrinas que a sus propios hijos. Aun así, no protesté ya que al menos Laura y yo no tendríamos que hacer de niñeras.

Los juegos favoritos de Lau fueron aquellos que no tenían mucha intensidad, es decir, los más aburridos. Fue todo un lío convencerla para que compartiéramos un carrito chocón y cuando lo logré comenzó a gritar desde el principio, cosa que me aturdió y, para cuando caí en cuenta, un puberto quinceañero se empeñó en golpearnos sin descanso para impedir que pudiéramos avanzar.

Cuando el juego terminó quise quejarme y culpar a Lau de nuestra humillación, no obstante, al verla inquieta y asustada, lo dejé pasar. Entonces  le prometí que jugaríamos lo que ella quisiera.

A ver, juguemos a: «Adivina el juego más aburrido que podrás encontrar en una feria».

Así es: lotería. No es como si tuviera algo en su contra pero, entre tantos juegos mecánicos para disfrutar, Laura escogió precisamente el menos dinámico e interesante. Y lo peor era que siempre perdía.

Esa noche no fue la excepción.

Viéndole el lado positivo, mi amiga ganó cien pesos, dinero más que suficiente para comprarnos un flan, algodón de azúcar y un jugo.

—Estoy taaaan cansada —dijo Lau con voz cantarina. Estiró las piernas y recargó la espalda en el árbol.

Aún nos faltaban dos horas para poder llegar a casa, pero ella me convenció de tomarnos un receso y descansar en el pretil del parque.

—¿A dónde quieres ir después? —me preguntó después de un rato, observando a los niños jugar con los dardos. Nos reímos cuando, por distracción del propietario, los padres ayudaron a sus hijos a atinarle a los globos.

—Pues… no hemos ido a la Noria.

—Es mejor que el Barquito —apoyó y levantó los pulgares.

—O tal vez quiera ir al Himalaya.

—Entonces entrarás sola. Ni loca lo hago.

Me reí con fuerza al ver su expresión horrorizada.

—Está bien, iremos a la Noria.

Cuando me puse de pie, choqué con alguien y caí sentada de vuelta.

—Disculpe…

Entrecerré los ojos al verlo. Iba vestido con unos pantalones negros y un suéter y botas mostazas. Su cabello castaño estaba despeinado y algunos mechones cubrían su frente.



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En el texto hay: comedia, amor platonico, romance juvenil y humor

Editado: 28.03.2023

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