Le era familiar el aire cálido, no así las hebras gélidas que la hicieron voltearse como si alguien golpeara su nuca. Solo vio el respaldo acolchado de su sitial. Un aviso. Pasó desapercibido para ella en ese momento, no fue un frio común y corriente, sino uno tan premonitorio que le arrancó la soñolencia, o al menos gran parte de ella.
Lena volvió a bostezar.
—Si sigues así, nos lo reprochará a ambas —soltó Doma a su lado, su hermana menor por solo un año.
—O a las tres ¿le paso el recado a Asla? —respondió Lena entre dientes, haciendo que Doma girara su cabeza con elegancia a ver a la pequeña de solo doce años que se encontraba sentada en el sitial a su derecha.
—¿Cuánto crees que falte? —preguntó Lena a Doma, quien mantenía una sonrisa comedida en su rostro acorde al vestido elegante casi del mismo diseño y colores pasteles que Lena.
—¿Para qué?
—Para salir de acá.
Doma puso los ojos en blanco y siguió escuchando a su madre quien al fin calló y los presentes comenzaron a vitorear y aplaudir ensordeciendo a las tres muchachas que imitaron a las masas sin saber en realidad porque lo hacían. Se habían distraído más de lo que debían.
La reina volvió a su sitial al lado de Lena y la gente comenzó a subir a los navíos que irían de trayecto a Pelsera como paseo inaugural.
—Mis hijas, mi orgullo…—soltó la reina con el tono especifico que anunciaba que las princesas estaban en aprietos—. Me sorprende que no se hayan escapado.
—Lo haríamos, pero estamos cercadas de guardias.
—Lena…—reprendió Doma. Efectivamente se comportaba como la mayor.
La reina hizo un gesto de incomodidad moviéndose en su sitial y luego dejó escapar un suspiro largo casi inaudible.
—Odio usar la corona, me pica la cabeza, y el olor a muelle no ayuda para nada —resopló la reina.
Las tres princesas rieron para sus adentros ante la relajada postura de su madre, que solo florecía cuando estaban las cuatro juntas. Las naves tocaron las campanas anunciando su partida y salieron por el canal recién inaugurado. La reina y las princesas, de pie, los despidieron con sus manos en alto en sintonía a la decena de personas que se amontonaban en el lugar. Bajaron de la tarima, unas con más prisa que otras y tomaron rumbo de regreso al palacio.
Hojas amarillas, de tonos mostazas, tonos pálidos, y un poco más vibrantes, de tonos carmesí, de tonos marrones, más oscuros y más claros. Hojas otoñales, en cada árbol y arbusto. Un paisaje flameante, flamas vegetales armoniosas y pacificas que se esparcían por el valle. En la periferia de Mosle, los colores se atenuaban, eran más verdes, más simples, pero al internarse a la cuna del reino, los colores resaltaban como si el otoño se aferrara y no quisiera dar paso a la siguiente estación, aunque si lo hacía, las estaciones en Mosle eran tan claras como debían de ser, su color otoñal permanente era debido a los minerales en sus suelos. El césped obtenía un color amarillo suave y los arbustos también eran afectados por igual, la rareza a medida que se acercaban a su destino, eran los verdes, cada vez más escasos. Una vez estuvieron lo suficientemente cerca de Ciudad Real, lo muros amarillos se dejaron ver en la planicie del enorme valle. Un gran muro amarillo gastado por el tiempo que rodeaba por completo a toda la gran ciudadela. Los portones se levantaron y el temblor suave del carruaje de la reina y sus hijas indicó que estaban andando por sobre la gran calzada principal de adoquines de piedra. Lena separó la cortina de la ventanilla sobre su hombro para observar el túnel de ramas que creaban los árboles altos que bordeaban la calzada. A medida que avanzaban, frente a los ojos de la princesa, las casas se iban tornando más pintorescas, de dos o tres pisos se sucedían casi pegadas una tras otra, pintadas de colores pasteles, cálidos y acogedores, con masetas floridas en sus ventanas y balcones para no desentonar con el entorno. Los habitantes comenzaban a notarse más a medida que se adentraban al seno de la ciudad: mujeres sonrientes barriendo las hojas del suelo, niños jugando con sus mascotas, y hombres camino a sus labores. Las tiendas por su lado no quedaban rezagadas, en lo absoluto, eran agraciadas a simple vista, incitando a los habitantes a ingresar, las panaderías, comedores, librerías y bares eran sin duda un atractivo que casi todos en la ciudad podían costearse de vez en cuando. Cuando el túnel de hojas se hizo menos perceptible, el sonido del canal interino tomó su lugar. Un rio de caudal suave que atravesaba la ciudad y servía como vía de transporte para las decenas de barcas mercantes que se ubicaban en su orilla para pregonar desde ahí mismo sus mercancías antes de seguir su camino a las otras provincias. Para cruzar el rio, sobre este se cernía un puente de bóveda de piedra, ancho como ningún otro en la ciudad, cuyos petriles estaban como era de esperarse repletos de tulipanes, rosas y en su particular extrañeza, helechos verdes y vibrantes.
Al otro lado del rio se levantaban más cerca del palacio las casas de los nobles, consejeros y representantes de las provincias del reino, casas simplemente más grandes que las del pueblo en general, pero en su mayoría de la misma estructura y colores. Al final del trayecto de leve inclinación, en una colina que se erguía por sobre la ciudad, el palacio del ciervo se hacía ver. A medida que se acercaban, el color rojo carmesí de la edificación sobresalía como una gota de sangre sobre un telar claro. Su baja altura, era compensada por su alargada proporción hacia los costados, como un bloque rectangular de elegantes facciones. Enormes ventanales ocupaban gran parte de sus muros, desde el primer piso hasta el quinto, donde las cornisas esculpidas en puntas redondeadas cubrían todo el borde de la techumbre plana. Al frente, un enorme arbusto podado en forma de un ciervo acorazado daba la bienvenida al carruaje, el cual lo rodeó y se detuvo frente a la escalinata de entrada.
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Editado: 05.10.2021