30 De Junio, Año 184 Desde la fundación del Bastión Verdegrana.
Año 84 desde la fundación del Reino De Khirintorin.
(Plena tarde, a pocas horas del atardecer).
Celestino
-Recuerda, la nariz de un guardia real ha de ser aguda como la de un sabueso y acompañada por la sagacidad de un erudito, pues en momentos en que tus otros sentidos flaqueen, será ella la que determine si pervives o pereces-exclamó el comandante Laureano con voz profunda, mientras Celestino reposaba en el recinto del bosque perteneciente a los patios traseros del castillo real.
Entretanto, Celestino reposaba en actitud genuflexa, una de sus rodillas doblegada hasta tocar el suelo de la tierra, y con los párpados delicadamente cerrados, permitía que su sentido del olfato asumiera el papel de guía. Engalanaba su figura una túnica negra que se extendía en paralelo a sus pantalones, ceñidos y de lino diáfano, armonizados con un cinturón de cuero que ostentaba en sus dobleces ornamentaciones de distinguido acero. El bosque, lozana morada, se hallaba impregnado de una rica mezcolanza de aromas; desde las dulces flores intencionadamente plantadas hasta la humedad de la tierra empapada por las lluvias y las heces de pequeños seres como conejos y ardillas. Su encomienda en aquel día, residía en la búsqueda de un fragmento de cuerda, saturado en fragancias intensas de menta y ajo. Las esencias resultaban desconcertantes, no permitiendo con certeza trazar un sendero a seguir; mas, Celestino se mantenía sereno.
Finalmente, al decidir abrir sus ojos, comprendió que no debía focalizar su búsqueda en los efluvios, pues tal diversidad jamás le conduciría a cumplir su misión. Optó por centrar su atención en un aroma particular, aquel de la tierra humedecida, aunque no se trataba de la tierra humedecida común que abarcaba toda la espesura del bosque. ¡No! Era más bien un olor singular, propio de la tierra aplastada por el acero fino, el mismo acero que forjaba las botas de la Guardia Real. Por esta razón, Celestino sabiamente decidió calzar sus botas de cuero de buey; conocedor de que sus propias pisadas podrían obstaculizar su rumbo, impidiéndole alcanzar la senda deseada.
En el momento preciso, percibió un olor metálico, y así comenzó su andanza con pasos ligeros, semejantes a los de un felino o un astuto zorro. Absorto quedó en aquel aroma, y escaso interés prestó a las criaturas menudas que cruzaban su sendero; incluso los conejos, a quienes a diario brindaba su sustento, se retiraron desilusionados al contemplar cómo su querido amigo humano los ignoraba en aquel día. Por un instante, el olor se volvió más esquivo, y fue necesario descender a gatas y acercar su nariz a la tierra. Así que, una vez recobrado el rastro, siguió adelante, siempre tras aquel particular aroma.
A distancia divisó cómo aquel perfume le conducía hasta un árbol, cuyo centro albergaba un hueco. Alzándose en pie con parsimonia, se acercó al árbol y metió su mano en el orificio de madera seca y espinosa, y allí, sus dedos hallaron la áspera y pegajosa cuerda que tanto había estado buscando.
Así retornó, sosteniendo en su diestra la cuerda, avanzando con pasos sosegados, como el dulce fluir de las aguas que surcan su cauce. Al salir de la umbría del bosque, Laureano le aguardaba, recibiendo su llegada con una tenue sonrisa que, no obstante, no desvanecía la solemnidad de su porte, pues ahora debía asumir su papel como superior, además de conservar el vínculo de amistad que los unía. Los años pasaban, mas él parecía ser siempre el mismo, sus rizos plateados y negros, al igual que su cuidada barba, permanecían inalterables, mientras que sus distinguidos y agudos rasgos tan solo atesoraban unas cuantas arrugas adicionales que pasaban inadvertidas ante su profunda mirada de color avellana. La armadura de la guardia, siempre reluciente y pulida, seguía sentándole a la perfección, desde las botas hasta las hombreras.
- ¿Como hiciste para encontrarla? Me asegure de que esta vez en realidad fuera desafiante-pronuncio Laureano luego de comenzar a caminar junto al chico, con una mano reposando sobre el hombro izquierdo de este.
Celestino, entre risas, respondió-El olor metálico de tus botas se percibía, Laureano-y continuaron su trayecto hacia la posada de la guardia.
-Eso dice mucho de ti, muchacho. Muy pocos tienen el don de discernir semejantes fragancias, pues el metal es sutil y desafiante a los sentidos. En su lugar, los rastreadores novatos se dejan embaucar por los aromas de las flores o la tierra húmeda. Mas tú, Celestino, distinguiste el olor del acero, un logro digno de elogio-encomió Laureano, sintiéndose orgulloso por la destreza de su discípulo.
- Comprendo la exigencia de ser parte de la guardia real, que representa a los guerreros más distinguidos del reino. He pasado horas de reflexión en el frondoso bosque, esforzándome por mimetizarme con la naturaleza. Y en el huerto real, he empleado mi tiempo para conocer el aroma de nuestras hierbas, aquellas que sanan y las que nutren. Apenas encuentro instantes libres, como sabiamente aconsejas-respondió Celestino, demostrando su compromiso.
Y transcurridos breves instantes, arribaron al portón de la hostería regenteada por la guardia real, que ostentaba su grandeza, erigida a cuatro varas, robusta en su apariencia y tallada en la madera preciosa del granadillo. El comandante, con mano firme, empujó aquellos batientes, y al franquear su acceso, se adentraron en el recinto acogedor de la posada.
Al penetrar en la acogedora posada, una cálida sensación les acogió. El primer nivel, donde se reunían los numerosos guardias de aquel paraje, se desplegaba en tres esenciales aposentos. La gran estancia principal, de vasta amplitud, se hallaba flanqueada por una puerta que llevaba al comedor, mientras que una cocina se alzaba cercana a éste.