Hijos De La Desgracia: El Camino De Celestino.

Capitulo 8: Un Grato Momento.

13 De Julio, Año 184 Desde la fundación del Bastión Verdegrana.

Año 84 desde la fundación del Reino De Khirintorin. 

(Atardecer)

Celestino 

-¿Así que éste es el joven al cual debo mi gratitud por la aniquilación de la bestia que asolaba mi tierra? - cuestionó con solemnidad una voz de resonancia profunda.

-Verdaderamente, Conde Roberto, así es. No obstante, le ruego que permita al muchacho recobrarse. Su cuerpo y espíritu han sido consumidos en un combate extenuante - respondió la voz más ligera y amable, reconocible por Celestino como la de Fulgencio.

-Tú y yo, Fulgencio, habremos de entablar una conversación seria acerca de esta empresa - declaró el rey Fausto con tono aún más grave, un peso regio en sus palabras.

-Sin duda alguna habremos de hablar, y espero que se me narre con minuciosidad cómo se permitió que Celestino se enredara en tal empresa - intervino otra voz, aún más profunda que las dos anteriores, perteneciente al comandante Laureano, de autoridad incontestable.

-Bien, escuchadme atentamente. Es tarea titánica persuadirlo cuando su voluntad ha sido forjada. Cuando el Señor Tiberio puso ante sus ojos la situación, resultó imposible para él resistir el llamado. Ni siquiera permitió que le acompañáramos en el duelo - explicó Fulgencio, en un estado ligeramente agitado.

En el instante en que las palabras enardecidas y punzantes dirigidas hacia su amigo llegaron a los oídos de Celestino, éste se vio forzado a abandonar el mundo de los sueños con una urgencia que rivalizaba con el temor de que el fuego del reproche devorara a su compañero, un fuego alimentado por una elección que no había sido tejida por sus manos, pero que amenazaba con consumirlo igualmente. Como un peregrino emergiendo de las sombras de la inconsciencia, sus ojos esmeraldinos se desplegaron con cautela sobre la escena, y en ese mismo parpadeo, se vio transportado a un rincón de magnificencia indescriptible.

La habitación en la que ahora reposaba era un cuadro de elegancia inigualable, como si las manos mismas de la estética hubieran tejido cada detalle con esmero. Su cuerpo descansaba sobre una cama que parecía un remanso de nubes y sueños, sus formas generosas acunadas por sábanas de textura real y mantas tejidas con la opulencia de un reino distante. El dosel que se alzaba sobre la cama no era simplemente un accesorio, sino más bien una torre interior, una estructura protectora que separaba a aquel que yacía en su interior del tumulto exterior, como un faro de tranquilidad en medio de la tormenta.

Las paredes que abrazaban este santuario de tranquilidad estaban bañadas en un tono crema suave, un lienzo perfecto para el juego de luces y sombras que danzaba a lo largo del día. El resplandor entraba a través de las ventanas, acariciando cada rincón con una caricia dorada, y a su vez, las lámparas estratégicamente dispuestas emitían una luz suave, creando una atmósfera íntima y acogedora en las horas de penumbra.

Los muebles, tallados con la maestría de artesanos consagrados, se erguían como guardianes silenciosos de la belleza intrínseca del lugar. La noble madera se curvaba en formas caprichosas y detalles intrincados, cada elemento era una oda a la habilidad humana de transformar lo ordinario en lo extraordinario. Una silla junto a la ventana, con sus líneas fluidas y respaldo en forma de hojas estilizadas, parecía invitar a sentarse y contemplar el mundo que se extendía más allá de los cristales.

Y el suelo, oscuro como la tierra fértil que acoge las semillas del arte, ofrecía un contraste enriquecedor a la paleta de colores que llenaba el espacio. Cada paso resonaba con una reverberación suave, como si el suelo mismo susurrara secretos de épocas pasadas.

Pero quizás el toque culminante de esta sinfonía de opulencia era la presencia imponente de las puertas de cristal que custodiaban un balcón. A través de ellas, la luz del día fluía sin restricciones, inundando el espacio con una claridad que infundía vida y rejuvenecimiento. Más allá de esas puertas, un mundo esperaba, como si la propia habitación fuera un umbral entre dos realidades.

A los flancos de su lecho, en sitialares que sugerían estar en un espacio ajeno, se encontraban sentados el Conde Roberto y el Rey Fausto, en tanto que Fulgencio y Laureano permanecían erguidos, inmutables como custodios.

Vestían todos con atuendos esmerados, portando túnicas y calzas teñidas en tonos vivos: el rojo ardiente, el verde exuberante, el púrpura regio y el amarillo radiante. Incluso Laureano, quien raras veces abandonaba su armadura, se mostraba revestido en estos matices.

-¡Celestino! ¡Despertaste! - exclamó Fulgencio con júbilo al avistar los orbes despiertos de su joven camarada.

- ¿Qué ha sucedido? - preguntó Celestino, confuso y perplejo por su presencia en aquel lugar.

-He aquí lo acontecido - comenzó Fulgencio con solene tono -, luego de que presentaras ante el señor Tiberio la cabeza de aquella abominable bestia, nos vimos regocijados con un suntuoso banquete, dádiva de gratitud por tu arrojada hazaña. Al amanecer siguiente, el mismo señor Tiberio disponía una carruaje colmado de confort, y así, en un día y medio, nos hallábamos aquí. Mas, en un desdichado giro, tu resistencia flaqueó en medio del trayecto y cayó sobre ti el yugo del agotamiento. Con la premura de urgencia llegamos a Victoria Occasum, con Augusto sosteniéndote en sus brazos en apresurada carrera. No obstante, el rey y el comandante, al narrar el suceso, ansiaron despojarme de piel viva. Así, por los designios de esos eventos, aquí te encuentras, donde te has entregado a los brazos del sueño durante tres soles - explicó Fulgencio, tejiendo sus palabras con delicados gestos y profuso detalle, aunque juzgado por Fausto y Laureano.

-¿Tres soles enteros he dormido? - profirió Celestino, atónito por la noticia que alcanzaba sus oídos.




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