Año 180 desde la fundación del Bastión Verdegrana.
Año 80 desde la fundación del Reino De Khirintorin.
26to Día De Junio, y madrugada del 27 de Junio.
Los clarines nobles hicieron oír su sonido en los aires, interrumpiendo la segura condena de Blas, quien estaba destinado a perecer a manos de Morth. Cuando este escuchó el estruendo, se detuvo de inmediato en su funesto cometido y volvió su mirada al lugar del origen del alboroto. Quedó atónito y sorprendido. El estruendo creció en magnitud, llenando el campo de batalla con su esplendor, proclamando la llegada de una fuerza formidable. En el momento crítico, los soldados personales del Conde Fulgencio irrumpieron en la contienda, portando consigo una nueva esperanza.
Ataviados con sus exquisitas y singulares armaduras, cien guerreros se hicieron presentes, portando alabardas, partisanas, hachas y mandobles de formidables proporciones. El estandarte, con la efigie del buey, ondeaba al compás del viento nocturno, resplandeciendo como si fuera pleno día mientras colgaba de la empalizada. Las trompetas resonaron con mayor ímpetu, ensordecieron a los centauros, despertaron a los dormidos y dibujaron sonrisas en los rostros de los combatientes que ya se vislumbraban derrotados.
Blas aprovechó el desconcierto de Morth, tomó su espada y escudo como pudo del suelo, y se retiró hacia la retaguardia, buscando amparo entre la guardia personal del conde. Gateó hasta que pudo erguirse, no obstante, un violento calambre asió sus piernas, arrebatándole la fortaleza. Morth, al percibirlo, alzó su espadón con intenciones de poner fin al valeroso guerrero. Sin embargo, cuando su arma descendía, se encontró con otra hoja que, con firmeza y valentía, la detuvo. "¡Huye, capitán!", exclamó. ¡Otro espadachín lo había rescatado! ¡El segundo en aquella noche! ¡El segundo en aquel conflicto!
Blas, con ánimo veloz, atravesó los claros en medio de la muchedumbre, esquivando a los centauros. Sus leales soldados, al observar su carrera, se apostaron a su retaguardia, protegiendo a su capitán y preservando su vida con el celo con que se guarda un preciado tesoro. Blas prosiguió su carrera incansable, sin cesar, hasta que su cuerpo exhausto, marcado por los estragos de la batalla, se rindió al suelo, dejándose caer como si fuera una pesada carga.
Sus costillas padecían un dolor agudo, cual canción lúgubre de batalla que se extendía por su cuerpo, causándole aflicción. A su alrededor, observó una siniestra vista de cuerpos sin vida que adornaban su huida; aquellos hombres que en el pasado compartieron su compañía desde tiempos remotos yacían inmóviles, con semblantes de tormento y pavor. Los yelmos de acero, en antaño impecables, estaban ahora deformados y ensuciados por los feroces ataques de las bestias. La sangre, ya sea escarlata o ahora teñida de sombras, se adhería al metal, creando una escena que trascendía la mera tragedia.
Mientras su lamento empapaba su mente, en su afán de hallar claridad en medio del tumulto, una mano amiga se extendió ante sus ojos. Enguantada con guanteletes de acero pulido, imbuidos de un enigmático matiz púrpura, un metal de alta alcurnia y refinamiento que superaba la simpleza de lo cotidiano, aquella mano se ofrecía como un faro en la penumbra. Cada segmento de la armadura despedía una tonalidad lila, distintivo inequívoco de los soldados consagrados en la tutela de los nobles señores, segregándolos de los guerreros vulgares y comunes. Blas se aferró a la mano del soldado, hallando así la fortaleza para erguirse una vez más.
—Mucho tiempo ha transcurrido—exhaló Blas, su aliento revelando fatiga. Su cabello, ardiente como el fuego, yacía desordenado sobre su frente, y su cutis, antes pálido como la leche, ahora se hallaba mancillado por el polvo de la lucha. La barba enredada por las penurias del conflicto destacaba en contraste con su habitual pulcritud y aseo.
—Sabes bien que no nos corresponde inmiscuirnos en estos cotejos, mas la celeridad con que se desencadenaron los sucesos nos impidió acompañar al Conde Fulgencio—replicó el guerrero, liberándose del yelmo, mostrando su apuesto rostro y su opulenta cabellera dorada—. Soy Miguel; es un honor conocerlo, capitán Blas.
—En momentos como este, Miguel, las formalidades deben ceder ante la urgencia. La batalla continúa y nuestra hueste se reduce a menos de cincuenta almas, y el líder enemigo ha quebrantado mis costillas—pronunció Blas, aún sosteniéndose el costado con una mano. Luego, apresurado, agregó—: ¿Qué recursos disponemos?
—Contamos con treinta alabarderos, otros treinta lanceros y cuarenta espadachines, algunos portan también hachas—respondió Miguel de manera concisa.
Blas lanzó una mirada solemne hacia la tropa apiñada detrás de Miguel y decretó—: Dividiremos equitativamente a los alabarderos y lanceros para flanquear al enemigo. Los espadachines y aquellos que empuñen hachas se reunirán a mi lado, para asestar el ataque central. Debemos aliviar la presión sobre aquellos que aún sostienen el frente.
Miguel se inclinó, tomando la espada y el escudo de Blas—. Lo acompañaré en el centro, mas para ello necesitará esto.
—Te agradezco, soldado Miguel. Comunica las órdenes a tus hombres. Ignoro cuánto tiempo más podrán sostenerse firmes los míos—respondió Blas, mostrando su gratitud y preocupación por sus compañeros de armas.
Miguel, con gesto asentidor que mostraba su compromiso, se apresuró a difundir las mandas a sus hombres, como si fuesen flores delicadas que se esparcen al soplo del viento, llevando consigo el quid de la estrategia diseñada. Blas, observador atento y astuto caudillo, contempló con minucia el nacimiento de las formaciones, mientras los guerreros armados y lanceros se desplegaban de manera mañosa en los flancos, como una danza bien coordinada bajo el cambiante firmamento. Sus ojos se apartaron hacia los nobles espadachines que se alineaban a su lado, como estrellas fulgentes en la noche, resplandeciendo con un raro y bello matiz púrpura que los ponía por encima en gracia y porte que los soldados vulgares.
Editado: 18.01.2024