Historias de San Valentín.

La bruja de Hielo. Parte 8

Los días pasaban y Belia seguía negando lo innegable. Llevaba evitando a toda costa encontrarse casualmente con sus vecinos. Incluso se encargó de buscar personalmente una tutora para Billi. Aún así, parecía que eso no callaba su conciencia por las noches. Ni siquiera las pastillas para dormir hacían efecto. 

 

 

El viernes se vio obligada a pedir el día libre alegando que se encontraba muy enferma. Y claro que lo estaba. Estaba enferma de amor. Y el único remedio para ello era mantenerse ocupada. De manera que pasó el resto del día limpiando, limpiando y limpiando. 

  

  

Lavó el piso, limpió las paredes interiores, cambió de lugar todos los muebles, sacudió y reorganizó su estudio, sacó todo de cada cajón de ropa, incluso la de invierno, y volvió a arreglarla. Hizo una limpieza profunda y minuciosa en la cocina y el baño hasta no poder más. 

         

                   

Mientras hacía más ejercicio de la cuenta esa noche para acabar el día totalmente cansada y adolorida y así no tener fuerzas para pensar siquiera en ya saben quiénes, pensaba en ya saben quiénes. Se tiró sobre el colchón de espuma y suspiró. 

 

 

 

—A quién engaño. Esto no funciona — dijo con gran decepción y un nudo en la garganta. 

 

 

Al Diablo con todo. Era mentira. Extrañaba a ese niño. Extrañaba a su padre. A ese hombre talentoso, que olía a detergente y suavizante. A ese de ojos miel dorada en los que podría sumergirse. A sus labios suaves y… 

 

 

 

—¡No! No. No. No. No. No. ¿Qué estoy haciendo? Matrimonio e hijos no son parte de los planes Belia. Entiéndelo. 

 

 

 

Una llamada entrante del trabajo la regresó al mundo real. Gracias al cielo. 

 

 

 

—¿Cómo sigues? 

—Bien. Bien. ¿Qué pasó? ¿Todo bien para el evento del domingo? 

—Más que bien. Tu idea de las cartas colgadas de los árboles en forma de corazón ha sido un éxito. No dejan de dejar corazones en las cajas. Tendremos mucho trabajo mañana. 

—Que bueno — dijo tratando de enfocarse. Eso era el amor; publicidad, una fiesta comercial. No algo que se ponía en tu lista de metas de vida que solo te traía caos y platos sucios. 

—¿Me escuchaste? 

—¿M? ¿Qué? 

—Que hay una dirigida a ti — repitió con cansancio. 

—¿A mí? — dijo sentándose rápidamente. El brusco movimiento le provocó un mareo. 

—Ajá. Un enorme corazón rojo tiene tu nombre. 

—Seguro que no es para mí. 

—Ay Belia. ¿A cuántas mujeres conoces con tu nombre? Obvio es a tí. 

—¿Por qué lo dices? — preguntó con recelo. 

—Porque aquí dice: 'A Belia. La vecina más bonita'. ¿No te parece tierno? — dijo con una voz aguda.

 

 

 

 

Belia puso los ojos en blanco y se cubrió el rostro con una mano. 

 

 

—No pienso ir. 

—¿Cómo que no? No vayas a ser tan cruel de romperle el corazón a ese niño. 

—No lo haré y punto — sentenció. 

—Ay mujer. Por las mil veces que has tenido el valor de ser una bruja con los hombres, hazlo una vez más. Dile no de frente. 

—Es que no es solo eso — admitió bajito. 

—A — dijo alargando el sonido de la vocal. Belia se golpeó la frente al ver la imprudencia que acababa de cometer —. Entonces si te gusta. 

 

 

 

Podía imaginarsela sonriendo. Esa mujer era el Diablo. 

 

 

—No es así — sajo. 

—Parece que por fin han derretido tu corazón de hielo — decía triunfal —. Te gusta. Te gusta. Te gusta — cantaba. 

—Quieres dejar de ser tan infantil. No iré y punto — dijo cortando la llamada. 

 

 

 

Pero el domingo en la mañana, mientras esperaba el amanecer ya que no logró dormir, otra vez, leyó de nuevo el mensaje de Ángela. Era una fotografía del interior de la tarjeta corazón. Decía: nos vemos en el árbol más grande cuando haya oscurecido. No faltes Princesa de Hielo. 

 

 

—Señor Bendito. Dime qué hacer — decía mirando los rayos de sol colarse por sus cortinas.  

 

Luego de treinta minutos de correr en la caminadora, fue a guardar unas revistas que dejó en la sala el otro día y olvidó organizar. Metía los ejemplares en su lugar cuando unos suplementos sueltos y otros papeles cayeron al suelo. Entre estos, estaba el cuento de Billi. Se quedó sentada en el suelo leyendo una vez más lo que se había convertido en su cuento favorito, incluso más que el de Cenicienta. 

 

 

Cada palabra y trazo, minaban en su corazón como una gota constante que con paciencia podía romper una montaña hasta que lo hizo desbordar. Se limpió las lágrimas y siguió llorando arrepentida por haber lastimado así a aquel niño que tan sólo buscaba el amor y cuidado de una madre. Cómo había podido ser tan cruel en negárselo. 

 

 

Miró la hora. Era muy tarde. Quizá si se daba prisa llegaría a tiempo. 

 

 

*** 

 

 

—Papá, ¿ya nos vamos? 

—Billi, no seas mal educado. Tú tía te ha servido algo de comer. 

—Pero yo quiero ir a la feria — dijo muy serio. 

—Ya te dije que no puedo. 

—Pero hoy no vas a trabajar — alegó rogando. 

—Billi. Ya dije que no iremos. ¿Está claro? 

 

 

El niño hizo un puchero y tomó una galleta enfadado. 

 

 

—¿Quieres ir a la feria, cielo? — preguntó su tía Lois. Billi no respondió. Miró a su padre acusándolo enfadado —. Y por qué no vamos todos — propuso mirando a su marido que veía televisión mientras limpiaba unas cosas. Las niñas comenzaron a apoyar la idea de ir a la feria, rogando a su padre.

 

 

Pero Leo se levantó exasperado de la mesa y tiró del brazo de su hermana para arrastrarla al cuarto de lavado. Encendió la lavadora y se aseguró de cerrar bien la puerta. 




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