Historias de terror

La rebelión de la muerte (V)

Se apearon del vehículo con prisas, distribuyendo los menesteres y las armas con equidad. A la anciana Angélica sólo le encomendaron una bolsa con comida, Bernard se cargó otra y a Ricardo, al ser el más joven y fuerte, le tocó un tambo de agua, con capacidad para cinco galones. Jaime y su esposa, llamada Ana, tuvieron que desechar más de la mitad de su equipaje; iban preparados para pernoctar en una casa, no para cargar bosque a través. Cuando por fin estuvo todo listo, se echaron a la carretera.

―Debemos avanzar rápido ―dijo Ricardo―. Opino que es aquí en la ciudad donde mayor peligro correremos.

―Yo no estaría tan seguro ―dijo Bernard―. Vi cadáveres de animales levantarse, y en el bosque mueren muchos animales.

Ricardo no pudo replicar tamaña lógica.

Cuando cruzaban la interestatal, Ricardo se dio cuenta que muchos de los autos aún estaban ocupados. Las personas dentro de ellos los miraron como se miraría a un grupo de dementes. Ricardo sonrió al imaginar la estampa que debían ofrecer. A ver quién ofrecía peor aspecto cuando los zombis llegaran a sacarlos de sus autos.

El entorno no estaba silencioso. A lo lejos se oía gritos, alaridos, golpes de coches al accidentarse y el inhumano grito de los zombis, un ruido entre humano y animal, capaz de erizar la piel con sólo imaginarlo. Estaban terminando de cruzar la carretera cuando los gritos empezaron a oírse más cerca. Ricardo volvió la vista hacia el norte, la dirección de la que llegaban los gritos: a unos quinientos metros vio a la gente correr y tras ellos, asesinando, quebrando vidrios, desocupando autos, una oleada de zombis.

Durante cinco segundos todo el grupo se quedó inmóvil, con la vista clavada en lo que estaba ocurriendo en la calle. La gente moría, los zombis mataban; todos huían, pero eran pocos los que escapaban. Los gritos, el dolor y la sangre, eran lo único que existía en esos momentos.

La niña, de seis años llamada Bellyn, rompió a llorar. Fue ese llanto el que los salvó, al menos de momento. Todos volvieron de golpe a la realidad, comprendiendo que tenían que huir si querían escapar. Terminaron de cruzar la calle y se echaron a correr. Más bien trotaron, porque Angélica era incapaz de mantener el ritmo. Ricardo cayó en la cuenta de que la anciana podría ser más una carga que una ayuda. Más tarde se reprendería por ese pensamiento tan mezquino, pero en esos momentos fue lo que pensó.

Avanzaron lo de una manzana y doblaron hacia la izquierda, justo cuando el grupo de humanos y zombis, en una carnicería sin tregua, siguieron interestatal arriba, alcanzando a los incautos que aún permanecían en sus autos.

Transcurrió lo que pareció una eternidad hasta que el ruido cesó. Jaime salió a la esquina para mirar hacia la autopista, dio un grito y se llevó la mano a su arma en la cintura. Una sombra surcó el aire y cayó sobre él. Las mujeres gritaron. Bernard se echó hacia delante y Ricardo lo siguió, como un movimiento reflejo.

El zombi mordía a Jaime por el hombro, quien inútilmente luchaba para quitárselo de encima. La cabeza del zombi estaba demasiado cerca de la de su hijo como para arriesgarse a disparar, de manera que Bernard le dio una patada en las costillas al muerto-viviente, éste alzó la cabeza; fue su fin. La cabeza del zombi voló en mil pedazos.

Jaime se puso de pie, sujetándose el sangrante hombro, sacudiéndose restos de sesos. Su expresión lo decía todo: estaba aterrado, lo había mordido un zombi.

―A mí también me mordieron ―señaló Ricardo, tranquilizador―, de momento nada me ha ocurrido. ―Fue consciente de no mencionar que a él lo que lo mordió fue un perro―. Además, no he visto a ninguno de los muertos recientes levantarse ―eso era cierto.

―Ricardo tiene razón ―Bernard lo secundó, para tranquilizar a su hijo―. Nada te va a pasar, hijo.

Jaime asintió, aunque no parecía convencido.

―Ahora en marcha.

Todos asintieron.

Se echaron a correr. El bosque no estaba lejos. Estaban en el último barrio de la ciudad, después sólo había lomas, basureros, chabolas de indigentes y por fin, el bosque.

Las calles por las que avanzaban estaban desiertas. Sin embargo, las casas presentaban aspectos apacibles y no había rastros de que la locura hubiese llegado allí. Sin duda la mayoría de las casas estaban cerradas a cal canto, con sus habitantes resguardados en su interior, creyendo estar seguros. Y quizá lo estuvieran. Ricardo no tenía la menor idea de si refugiarse en una casa era ponerse a salvo del caos de afuera. Como primera opción, no parecía una idea descabellada. Pero ellos ya habían tomado una decisión. No podían echarse atrás.

―Tendríamos que conseguir machetes y cuchillos ―opinó Ricardo. Bernard lo miró con gesto interrogativo―. Ya sabe, por las últimas ocasiones. Las armas de fuego fueron útiles hasta en una segunda instancia.

―Sé a lo que se refiere ―dijo Angélica, que parecía muy agotada―. En mi mochila llevo un par de cuchillos, pero dudo que sirvan para lo que usted tiene en mente, Ricardo.

―Demasiado tarde pensamos en ello ―se lamentó Bernard―. No creo que sea algo de lo que podamos procurarnos ahora.

―No, no lo creo ―estuvo de acuerdo Ricardo―. A menos que asaltemos una casa, pero no sabemos cuáles están habitadas y cuáles no.




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