Historias de terror

El manuscrito de Ronald Rigan (I)

Sé que mi muerte está muy cerca, estoy convencido de ello. Estoy totalmente aterrado, no porque vaya a morir, después de los tormentos que he sufrido durante los últimos meses nada me resultaría más grato que una muerte rápida e indolora. Pero el caso es que no creo que vaya morir y ya. Temo que sufriré mucho. Pero lo que más temo es que mi alma termine en el infierno. No he sido un santo, tampoco un demonio, pero tengo entendido que si no eres persona recta vas directo al averno. E irónicamente no tengo ganas de ponerme a cuentas con Dios, lo que tengo ganas de hacer es poner por escrito lo que me ha traído a este punto; un punto en el que temo de hasta la más leve sombra y escucho el traqueteo de un calesín tras cualquier ruido. Cuando lean esto imagino que ya habré muerto, quizá ustedes puedan comprender la realidad de lo que escribo.

Bueno empezaré.

Son las seis de la tarde, los cortinajes abiertos de la sala me permiten ver el sol poniente. El cielo tiene tintes naranjas, amarillos y rojos; colores que recuerdan al fuego. La calle de adoquines está unos metros delante de las ventanas, parecen tan normales, tan tranquilas, con uno que otro transeúnte taconeando sobre ella. Y pensar que es en esa calle donde empieza todo mi tormento.

Mi nombre es Ronald, Ronald Rigan, y hasta hace poco era una persona muy rica. Mi esposa se llama Ayanne, digo se llama porque, aunque el divorcio está en proceso, aún no ha concluido. Tengo dos pequeños, Erick y James, que viven con su madre, al otro lado de la ciudad. Hasta hacía unos meses vivía con Ayanne, hasta la noche que escuché por primera vez el traqueteo del calesín y el golpeteo de unos cascos sobre los adoquines de la calle.

Recuerdo que era una noche bastante oscura, había luna de apenas tres días, además de que gruesos nubarrones jugaban a velarle el tenue rostro. Me encontraba en mi estudio, respondiendo unos correos importantes, cuando los oí. Me llamó la atención aquél ruido en pleno siglo XXI, de modo que me asomé a la ventana. Pero la ventana de mi estudio da al jardín de al lado y aunque estiré mucho el cuello no miraba nada de la calle, menos en la oscuridad. Entonces bajé a la sala y me asomé a la vía. En el momento que abría la puerta, un viento gélido me golpeó el rostro, pero ya no se oía el ruido que me había hecho bajar. Salí a la calle y traté de mirar u oír algo de nuevo, pero las calles estaban oscuras y silenciosas. Excepto por…

Excepto por una sombra que descendía por el balcón de mi habitación. La rabia reverberó en mi interior y me lancé sobre la sombra con ira. La tomé por sorpresa y la dejé inconsciente antes de que se diera cuenta. La muy libidinosa de mi esposa se asomó a la ventana y, haciéndose la inocente, preguntó qué ocurría.

—¡Que acabo de atrapar a tu amante! —Le grité.

Yo no conocía al tipo, quien más bien parecía un ladrón, que fue justo lo que aseguró Ayanne que era. Pero qué ladrón, pudiéndose robar todo un cofrecillo de joyas, se roba sólo un collar que un día antes le había obsequiado a mi esposa. Al tipo lo mandé a prisión, y a Ayanne a casa de su madre. Juro que cuando regresaba al interior de la casa escuché de nuevo el traqueteo del calesín e incluso el relincho de un caballo, pero cuando volví la vista en la calle no había nadie.

La traición de mi mujer me destrozó. Pasé muchos días en casa, sin deseos de salir, sin deseos de ocuparme de mis negocios. Durante las noches pasaba largas horas con los ojos abiertos, y veía la sombra bajando por el balcón de la ventana. Después imaginaba a Ayanne en brazos de ese tipo andrajoso y sentía la rabia y el dolor converger a un tiempo. Sentía deseos de ir en busca de ambos y asesinarlos con mis propias manos. Qué bueno que la mandé con su madre, si no, a esta altura, dudo que Ayanne viviera.

Pero lo que más me reconcomía era el ruido del calesín escuchado esa noche. Porque estaba seguro que se trataba de eso. En mi mente el ruido tenía una cualidad intangible que me hacía pensar más en él, planteándome una y mil preguntas respecto al objeto en cuestión.

Un mes después, tomábame una copa de vino a la vez que miraba el noticiero cuando el traqueteo del calesín y los cascos de los caballos resonaron de nuevo en el exterior. La sorpresa fue tal que me puse de pie de un salto, derramando casi todo el vino en la alfombra y mis pantalones. Sin cuidado dejé la copa en la mesilla y corrí afuera, donde el traqueteo de aquella cosa, tormento del alma, parecía llamarme. La calle estaba en tinieblas, más el ruido seguía allí. Agucé la vista, pero no lograba penetrar el manto de oscuridad, sin embargo, el traqueteo de los cascos y del calesín eran cada vez más fuertes. Entonces apareció una sombra frente a mí, apenas la silueta de un carruaje y dos caballos. El miedo se apoderó de mí y se transformó en un horror inimaginable cuando la silueta sentada en el cabestrante se volvió y me atravesó con dos ojos de fuego.

Salí corriendo de regreso a la casa. Empezaba a ascender las escaleras camino a mi habitación cuando una palabra salida del televisor me detuvo en seco: Rigan. En efecto, en la tv informaban sobre un accidente automovilístico en el que fallecieron los señores Rigan y dos de sus hijos. Una llamada telefónica me lo confirmaría momentos después.

El horror a la silueta con los ojos de fuego fue sustituido por la desesperanza y el dolor. «Mis viejos muertos. Él, que a sus cincuenta y cinco años era tan fuerte como un oso y ella, que a sus cincuenta, era tan grácil como un cisne». No me importó que allá afuera estuviera un calesín y su conductor demonio, salí pitando en busca de mi coche. Afuera ya no había nadie, de modo que pude movilizarme con relativa tranquilidad.




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