Historias de terror

Camino solitario (II)

Con los gritos también venía un ruido más, más tenue, me pareció que se trataba de pisadas. Mis sospechas se vieron confirmadas cuando una mujer apareció entre dos cerros. Era ella quien gritaba, y por su aspecto, era obvio que huía de algo. Lleva el vestido roto, al igual que un labio, y marcas de una fuerte lucha. Pero más que su roto aspecto lo que más me llamó la atención fue su rostro, demasiado parecido al de mi Julie.

La chica salió al camino, y se detuvo mirando en las dos direcciones. ¿Por qué simplemente no eligió una dirección y se echó a correr? Bien que pronto lo descubriría. En lo que ella decidía por dónde escapar, su perseguidor hizo su aparición. Era un hombre de mediana edad, de aspecto taciturno. Llevaba rostro y brazos arañados, y tras un segundo vistazo a la víctima, vi sangre en sus uñas. El perseguidor llevaba el cinturón desabrochado, igual que la camisa. No me cupo duda: se trataba de una violación.

La chica, cuyo rostro se parecía demasiado al de Julie, se dio cuenta que el violador la había alcanzado. Demasiado tarde.

—¡Hija de perra! —la alcanzó por un brazo y le dio un bofetón. La chica se debatió, lo arañó con la mano libre, pataleó, pero el hombre la redujo en cuestión de segundos. Se la echó al hombro como un bulto y regresó por donde había llegado.

Los gritos de la chica eran más que sonoros. Al parecer eso traía sin cuidado al agresor. De verdad que aquél era un camino solitario. Los gritos se fueron atenuando, al tiempo que el sol se ocultaba en el horizonte. Solo era cuestión de minutos para que la noche cayera. Arriba, el cuervo seguía volando en círculos, aunque no sin rumbo definido como había creído; volaba sobre la cabeza de los que habían desaparecido tras las colinas.

No sé qué fue lo que se me metió. Nunca he sido valiente, mucho menos un héroe, pero esa vez lo fui. Imagino que también tuvo mucho que ver que la joven se pareciera a mi Julie, a mi amada. Pensé que, si alguien le hacía algo así a ella, y había alguien que pudiera ayudarla, querría que ese alguien acudiera en su auxilio. También pensé que lo más probable era que esa joven fuera del mismo pueblo que mi amada, quizá incluso un pariente, una prima… De modo que resolví salvarla. Y vaya si no lo iba hacer.

Salí de mi escondite, tan decidido como que esa noche pediría en matrimonio a Julie. Toqué la media luna que pendía de mi cuello, mi amuleto, pensé en Julie y su recuerdo me insufló valor.

No había madera cerca, porque las colinas eran ásperas. Pero sobraban piedras. Me aprovisioné bien de estas municiones, y, siendo sigiloso, me puse en pos de la estela de la joven y su captor.

¿Qué si estaba nervioso? ¡Vaya que si lo estaba! Mi corazón latía con fuerza y mis manos temblaban ligeramente. Pero tenía que hacer lo correcto.

Me deslicé entre las colinas, con cautela, aunque por los gritos, tenues, era obvio que el hombre se había llevado colinas adentro a la joven. Mientras me adentraba en las colinas y no me topaba con ningún riesgo, el miedo y el nerviosismo fue remitiendo. Durante un momento me sentí como uno de esos héroes de las historias que se meten a la guarida del monstruo para salvar a la princesa. Pero la verdad es que no iba a salvar a ninguna princesa, ni yo era un héroe. Esa especie de valor y disfrute fue efímero. La noche me encontró escurriéndome entre colinas, y fue hasta ese instante que me di cuenta de la temeridad de mis acciones. Aun así, no desistí. Apreté con fuerza la media luna y continué.

Los gritos de la chica, que de a poco se hacían más fuertes, cesaron de pronto y me vi rodeado de un silencio desolador, interrumpido ni siquiera por el canto de los grillos y el zumbar de los zancudos. Sentí miedo. Pero continué. Rodeé una colina y… en un claro despejado de cerros había una choza, de maderos verticales y paja, dentro titilaba una luz, de alguna vela o un candil. La joven estaba de pie en el umbral, el cabello negro desaliñado cubriéndole el rostro. El hombre, su captor, estaba a su lado… estuvo: desapareció en jirones de niebla.

Grité aterrado. Las piedras se me cayeron. El cuervo que volaba arriba graznó. No tenía una puñetera idea de lo que ocurría, pero de alguna forma sabía que me había metido en mala cosa.

La joven se irguió y se llevó atrás el cabello, desaparecido todo rastro de miedo y desaliño. Su rostro ya no se parecía al de Julie, era idéntico al de ella. Mi mente era un caos de miedo y pensamientos. En algún momento incluso llegué a pensar que aquella mujer que tenía en frente era mi Julie, que todo había sido una broma de ella para guiarme hasta allí. Pero no era así. Había visto al hombre convertirse en nada. Fuera lo que fuera, no era mi Julie. Además, yo tenía la piel completamente erizada.

—Ven querido —dijo la mujer, flexionando su dedo índice. Su voz era musical, mágica, cautivadora.

Quizá cerré los ojos, quizá volví la vista a los lados, o quizá simplemente ocurrió sin más, pero lo cierto es que en un momento vestía un vestido rasgado, y al siguiente, uno de un blanco impoluto, y su cabellera brillaba negra, lustrosa.

—Ven conmigo, dame un beso —Volvió a llamarme.

Sus labios brillaban rojos; sólo quería besarlos. Sus mejillas tenían el rubor de las manzanas; sólo quería acariciarlas.

—Ven aquí, soy tuya.

Una brisa fresca agitaba su vestido. La línea de su cintura se marcaba a ratos; exquisita. El escote en triangulo de su vestido dejaba ver buena parte de sus senos, magníficos; sólo quería tocarlos.




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