Historias de terror

La niñera (II)

—¿Es cierto? —preguntó con voz trémula.

—Es posible —reconoció su hermano—. Cuando yo fui lo suficiente grande para quedarme sin niñera, a veces escuchaba ruidos en la casa, y en unas cuantas ocasiones creí ver una silueta rondar a mis espaldas. Pero recuerda que yo no me quedaba tan solo como tú, conmigo se quedaban Freddy y Beatriz, y quizá por eso nunca ocurrió nada más.

»No te lo digo para asustarte —continuó Ángel con gesto protector—. Si no para que tengas cuidado. Mamá ya me contó lo que le contaste la otra noche, y es posible que esas cosas que oíste no fueran imaginaciones tuyas. Sería mejor que siguieras teniendo niñera.

—Sí, yo también había pensado lo mismo.

—Pues me alegro que pensemos igual —su hermano lo abrazó y le revolvió el pelo.

Esa misma tarde Esteban le confesó a su madre, no sin cierta vergüenza, que quizá lo mejor era seguir teniendo niñera, quizá después de todo no estaba tan grandecito como pensaban. Su madre le sonrió con indulgencia y le dijo que estaba bien, que si así lo quería, la próxima vez le llamaban a Angie para que fuera a cuidarlo. Esteban sintió un inmenso alivio ante esa respuesta.

Lo que no sabía, ni sospechaba siquiera, era que Angie sufriría un accidente poco antes de ir a casa de la familia de Esteban. Nada serio, solo una torcedura de tobillo, pero suficiente para mantenerla en cama unos cuantos días. Y cuando se enteraron ya era de noche, sin tiempo suficiente para conseguir otra niñera. De modo que a pesar de haber hecho a un lado la vergüenza para confesar que no quería quedarse solo, solo terminó quedándose.

—Tengo miedo —confesó a su madre mientras la despedía a la puerta—. Los ruidos de la noche pueden volver.

—Tranquilo, cariño —dijo ella—. No volverán. Tú dedícate a ver televisión y luego vete a tu cuarto, verás que nada sucede.

Esteban tuvo que asentir.

Pero en cuanto cerró la puerta sintió que la casa era demasiado grande para él solo. Además, era gobernada por un silencio hostil y desde las paredes parecía que algo lo vigilaba. Se sentía diminuto. Durante un instante se sintió asfixiado y sintió la imperante necesidad de echarse a correr tras sus padres. Pero reprimió el impulso, apretó los puños y echó a andar a la sala.

Llegó a la sala caminando con tiento, después de un detenido examen, en el que se aseguró de que todo estaba igual que siempre, continuó hasta detenerse frente al televisor. En todo momento sintió que las paredes lo observaban, a la vez que un ruido, como una queda exhalación, vagaba ominosamente por la estancia. Esteban trató de convencerse que todo era producto de su imaginación, de su imaginación y de la historia que Ángel le había contado el otro día, pero lo de la imaginación no lo convencía. De lo que sí estaba convencido es que esa noche sería una jornada muy larga.

Esa noche decidió no seguir matando zombis. No. Ver morir gente, aunque fuera en pixeles, no era algo que quería para esa noche. De modo que escogió el juego más reciente de futbol y se puso a anotar goles. A medida que se enfrascaba más en el juego, el corazón se le fue aligerando y de pronto ya no tenía miedo, aunque en su mente aún flotaban reminiscencias de una niñera fantasma. Transcurrió así un buen rato, hasta que uno de sus jugadores anotó un gol. El jugador corrió a celebrarlo, la cámara del juego le enfocó el rostro, y de pronto el rostro del jugador se convirtió en un rostro chamuscado con los cabellos desaliñados y quemados. Esteban dio un grito y un salto y retrocedió aterrado. Entre el grito y el salto debió cerrar los ojos, porque de pronto en el televisor ya no había ningún rostro quemado, sino solo los jugadores en el centro del campo que reanudaban el partido.

Desconectó el televisor de inmediato, harto de los videojuegos por esa noche.

¿Cuánto tiempo había pasado desde que sus padres se fueron? Miró el reloj de pared, arriba del mueble del televisor: apenas eran las nueve treinta, pasarían al menos dos horas antes de que sus progenitores regresaran. ¿Qué hacer? ¿Irse corriendo a su habitación y meterse a la cama o quedarse allí en la sala, despierto y atento hasta que ellos regresaran? No sabía qué hacer. De momento se quedó sentado en un sofá, tembloroso y atento a su alrededor.

Poco después, las ventanas de la sala que daban al jardín se abrieron de golpe, y los postigos golpearon con fuerza la pared. Una ráfaga de viento entró a la sala con un silbido y le siguió algo como una risa, y una sombra, demasiado semejante a una mujer, pasó fugaz por la ventana abierta. Esteban corrió escaleras arriba, aterrado a más no poder. Lo siguió el ruido de los postigos golpeando la pared y una risa burlona.

Ya en el segundo piso, mientras corría a su habitación, se encontró con que las cortinas se agitaban; no una, como la otra noche, sino todas. Esteban supo que allí tampoco se encontraría seguro. Se dio la vuelta, dispuesto a bajar a la sala y salir de la casa, esperaría a sus padres en la calle con tal de alejarse de aquél tormento.

Pero bloqueando las escaleras se encontraba la niñera.

Esteban ni siquiera gritó, el terror era tal que le ahogó la voz. Era una mujer gorda, tal como Ángel había dicho, con el rostro quemado y el pelo chamuscado, sus ropas eran raídas y andrajosas, y a través de ella, Esteban podía discernir las escaleras que descendían al piso inferior. ¡Estaba ante un fantasma!




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