Anneth se mantuvo en su sitio. Henry se sintió incómodo y se terminó el chocolate mientras tanto.
—Solo serviré otro poco de chocolate al señor Henry y las alcanzo —dijo. La madre no pareció complacida, pero asintió y se marchó.
Henry oyó cómo Anneth manipulaba utensilios de cocina, pero si no es por Donald no se da cuenta. El rostro del tipo se tensó, casi ansioso, y miró a su hijastra.
—Te cortaste —dijo. No era una pregunta.
—Sí —dijo ella, la voz le temblaba—. Al coger una cuchara me rasgué la palma de la mano con el cuchillo de al lado. Pero no es nada, no te preocupes, ya me voy.
El hombre asintió, grave.
Durante unos instantes no se escuchó más que el tintineo de la cuchara en la taza de chocolate, luego los pasos de Anneth al acercarse a la mesa.
—Espero sea de su agrado, señor —dijo la muchacha.
Al soltar el asa de la taza de porcelana, Henry la descubrió manchada de sangre, pero lo que lo dejó mudo no fue el asa, si no la palma extendida de la muchacha, grabadas en sangre de forma tosca había dos palabras: “Cuidado. Auxilio.” Henry alzó un poco la vista para ver a la muchacha, para asegurarse que no era una broma. Anneth no volvió la vista hacia él, la mantenía fija en el chocolate, en su lugar, con la otra mano, se echó hacia atrás unos mechones de castaño cabello que le cubrían la mejilla… y el cuello. ¡Dios Santo! Dos pequeños piquetes, casi invisibles, desfiguraban su blanca y tersa piel.
Henry no sabía qué hacer, ni qué pensar.
—Con permiso —dijo Annet, y se fue.
—¡Qué muchacha! —dijo Donald, parecía hacer un gran esfuerzo, como conteniendo un impulso—. Solo a ella le podría suceder que se corte mientras prepara chocolate. —Henry notó que el caballero miraba con fijeza la sangre que manchaba el asa de la taza.
—Fue un descuido —dijo Henry. Tomó la taza y dio un sorbo. Su cabeza era un hervidero de ideas y temores. La vista del caballero siguió la taza, arriba y abajo—. A cualquiera le puede ocurrir.
¿Sería posible? No lo sabía. Pero de pronto se le ocurrían mil sitios más agradables que aquella cocina. «Cuidado. Auxilio», las palabras se repetían una y otra vez en su mente. ¿De verdad la joven trataba de decirle algo? Observó al caballero. Era un hombre muy apuesto, con la piel pálida y tersa, quizá demasiado impoluta para un hombre de su edad. Y luego estaban esos ojos, Henry no sabía de personas cuyos ojos cambiasen de color ¡y qué color!, negro, rojo fuego, rojo sangre…
Charlaron durante otro rato, de cosas triviales, pero Henry estaba cada vez más inquieto. «Anneth trataba de advertirme sobre algo —concluyó—. Y lo hizo de manera que el caballero no se diera cuenta, un caballero que no es su padre, y con quien al parecer ni la esposa se siente a gusto…»
—Bueno —dijo al fin Henry—, creo ya es hora de ir a dormir. Ha sido este un día muy agotador.
—Lo acompaño —se ofreció Donald, poniéndose de pie.
Henry asintió y dejó que el caballero lo guiara. Pasaron por la sala de estar, donde un candelabro alumbraba la estancia y el fuego de la chimenea chisporroteaba. Sin embargo, no despegaba los ojos de Donald, aunque si el tipo decidía atacarlo dudaba ser capaz de defenderse. Pero los despegó cuando vio unos cuantos retratos en una de las paredes. Los retratos no hicieron más que confirmar su ya casi certeza. Eran retratos de la familia de la casa, de Emma, de Helena, de Aneth, hermosas como rosas, con sus mejillas sonrosadas, rebosantes de color. También había retratos de otro caballero, sin duda el padre de las chicas, pero no era Donald.
—¿Están todas mis pertenencias en mi habitación? —preguntó, tratando de parecer más calmado de lo que en realidad estaba.
—Lo están —respondió Donald.
—Bien. —Asintió.
Mientras subía las escaleras, guiado por Donald, a su habitación, no dejó de rezar ni un segundo, pidiendo aunque fuera cinco minutos de tiempo.
—Que descanse —dijo Donald dejándolo a la puerta de lo que era su dormitorio—. Regresaré más tarde por si se le ofrece algo. —Sonrió, y Henry creyó ver un canino largo, blanco, filoso…
«No dudo que regresarás», pensó Henry.
—Estaré bien. —Dijo—. Gracias por todo.
Donald se marchó y Henry cerró la puerta echando llave al cerrojo, aunque dudaba que eso fuera a detener al vampiro. Revisó también la ventana y la encontró cerrada con unos pequeños candados. No se había planteado escapar, ya que dudaba que esa fuera la salida, pero era preocupante tener cerrada una vía de escape si las cosas llegaban a complicarse.
Encontró los fardos que transportaba en el calesín en un rincón. Sabía que aún no debía alegrarse, pero de todas formas se alegró. Ser supersticioso y cuidadoso en algunos sentidos a veces tenía sus ventajas. Apoyado por la titilante llamita de una vela empezó a desamarrar una caja. Las manos le temblaban, y a pesar de la lluvia de fuera y del frío de la habitación, sintió una gota de sudor nacer en su frente. Envuelto en mantas y hojas de papel periódico encontró lo que buscaba: ajo, un seguro contra los no muertos chupasangre. Machacó los ajos con las manos, a prisa, y untó la puerta y la ventana, las paredes y el piso, y su cuerpo. Se colocó una corona en torno al cuello y dispuso el resto en las vías de entrada a la habitación. Si aquello no detenía al vampiro, podía darse por perdido. «Cuidado. Auxilio.» Anneth, testaruda e incapaz de hacerlo de otra forma, se había cortado para avisarlo. El resto solo fue cuestión de unir las piezas. «Cuidado. Auxilio.» Las tres damas eran cautivas del vampiro, que se alimentaba de ellas, y así seguiría hasta consumirles la vida, hasta convertirlas en no muertas. «Cuidado. Auxilio.» Lo primero era tener cuidado, sobrevivir esa noche, ya después se preocuparía por auxiliar.
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Editado: 26.05.2022