Historias de terror

Muerte en el bar (II)

—Yo opino que el caballero, pariente de los Santillo, nunca ha estado aquí, ¿Quién me secunda?

Dylan ya sabía cuál sería la respuesta. Era eso o arriesgarse, como bien había mencionado el cantinero, a la venganza de los Santillo.

—Sí —gritaron—, el caballero nunca ha estado aquí.

El hombre amarrado se echó a reír. O era muy valiente o estaba muy borracho. Solo así se explica que se riera ante una amenaza de muerte.

—¿Creéis que temo a la muerte? —dijo— Pues no. Y matadme sólo si vosotros tampoco le teméis. Porque sabedlo, a mi familia nada se le escapa, ni vosotros, por más que escondáis vuestro crimen.

«Yo sí le temo», pensó Dylan. Pero no lo diría en voz alta, o lo considerarían una amenaza y lo amordazarían igual que al pobre pariente de los Santillo.

Marlon fue el primero en carcajearse y gritar que él se orinaba en la muerte.

—Aquí nadie le teme a la muerte —dijo—. ¿No es así muchachos?

El resto de parroquianos, incluidas las putas, comenzaron a gritar su asentimiento. Solo el cantinero se calló, y regresó al interior de la tienda. Él y Dylan, que tampoco correó su burla a la muerte; la muerte era algo demasiado serio y definitivo para tomarla a la ligera. Decidió que lo mejor era salir de allí, no quería ser cómplice de un asesinato, no de nuevo.

Se escurrió con sutileza, mientras los demás seguían gritando su desprecio a la muerte. Eran todos una pandilla de locos. Por suerte nadie lo vio salir. Irse en contra de la voluntad de los demás era igual o más peligroso que quedarse.

Afuera se arrimó a uno de los postes del cercado del terreno, y dejó escapar un gemido de alivio cuando el líquido escapó de su vejiga. ¡Era tan gratificante! Entonces sintió el frío, no el frío de una noche fresca; no el frío de una repentina ráfaga de gélido viento; no el frío de primeras horas de la madrugada; ni siquiera el frío atroz que se dice se sufre en el lejano norte. No, era un frío que erizaba, un frío que venía de ningún sitio y de todos a la vez, un frío que calaba hasta el tuétano; un frío que no tenía nada de natural.

Dylan sintió temor, por primera vez sintió miedo de verdad. Arriba, una nube de panza negra dejaba al descubierto la media luna y, abajo, una sombra salida de ningún lado avanzaba al maldito bar. No era Halloween, pero, aunque lo hubiese sido, Dylan no se habría engañado, la cosa que caminaba frente a él no era un disfraz, sino algo real y terrorífico. Dylan se orinó los pantalones en su embotamiento, y de algún modo rezó para que aquél ser no se fijara en él.

No sabría decir qué era exactamente, él sólo miraba una figura alta, cubierta por una túnica negra, de mangas amplias, de una de las cuales, el esqueleto de una mano salía y agarraba el mango de una hoz de hoja más negra que la noche. Dylan sintió las piernas flácidas, cayó de rodillas, mirando aterrado el avance de la figura, que parecía flotar, hacia el bar.

La figura penetró por la puerta abierta. Hubo silencio. Una lechuza gritó más allá. La puerta se cerró de golpe, empujada por nadie. ¡Empezaron los gritos!

Dylan no sabía qué ocurría exactamente, pero no era difícil imaginarlo. Los gritos eran muy significativos en ese sentido, y la hoz que ascendía y descendía entre salpicaduras de sangre, lo clarificaba todo. ¡Adentro estaba ocurriendo una masacre!

De pronto Dylan se encontró que sus piernas habían recuperado estabilidad. Logró ponerse de pie, el corazón brincando frenético en su pecho. Incauto de él, no corrió calle arriba, hacia su casa, como haría una persona sensata, sino que caminó a pasos cortos hasta la pared del bar, para ver por entre la malla metálica.

Tuvo que alzar las manos y sujetarse de la malla para no caer de la impresión. Henry estaba tirado en el piso, inerte, el vientre abierto de un enorme tajo y las vísceras esparcidas a su alrededor. Los tres jóvenes inhaladores de cocaína también habían muerto; a uno le faltaba la cabeza, otro estaba partido por la mitad, y el tercero aún vivía, tristemente intentaba meterse las tripas en la panza. Todos estaban ya muertos, excepto Marlon, una prostituta y el pariente de los Santillo. Los envases rotos en todas partes indicaban que habían intentado detenerle con aquel tipo de proyectil, sin resultados positivos obviamente.

En aquellos momentos el de los Santillo hizo mención del arma, que increíblemente aún estaba en el piso, donde había caído cuando se lanzaron sobre él. Así que él también le tenía miedo a aquél ente, desde luego, era un disparate pensar que él lo había convocado. Marlon, heroicamente, esquivó un tajo de la hoz y se lanzó sobre la pistola. La cogió y descargó la tolva en la figura encapuchada que en esos momentos alzaba la hoz, las balas traspasaron al ente, como si fuera humo, y dieron contra la pared de madera, no muy lejos de donde estaba Dylan. Marlon gritó cuando la hoz descendió y le cortó desde el hombro hasta la cintura. La puta corrió aterrada hacia la puerta más alejada, pero fue en vano, esta no se abrió por más esfuerzos que hizo. El tajo le cortó la cabeza, que rodó y se detuvo sobre el cuello, con los ojos vidriosos, que parecían ver a Dylan.

El último fue Santillo. Durante un momento la figura encapuchada lo miró detenidamente, y Dylan creyó que de un momento a otro lo liberaría… y lo liberó sí, pero de esta vida. El tajo fue transversal, empezando en el hombro derecho y terminando en la cadera izquierda.  




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