Jacinto sintió que algo lo observaba, y el miedo lo hacía su presa. Todo estaba oscuro, en tinieblas, pero creía entrever algo más negro observándolo desde todos los rincones de la habitación. Además, oía susurros, gorgoteos y risas a medias, como mofándose de él… y de sus miedos. De pronto todo osciló, hubo un leve temblor, y la negrura se abalanzó sobre él.
Sintió un impacto en el pecho. Jacinto se incorporó jadeante, buscó a tiendas en la pared y encendió las luces de la habitación. Allí no había nada, solo silencio y quietud. La sábana se le había deslizado hasta la cintura y su torso aparecía agitado y sudoroso.
—Sólo fue otra maldita pesadilla —masculló con rabieta.
El reloj de mesa marcaba las 12:03 de la media noche. «Otra vez a la misma hora», pensó. Se incorporó, todo rastro de sueño desaparecido, pero aún con algo de miedo palpitando en su interior.
«Esta vez lo que me atacaba era oscuridad», meditó, pero no sabía lo que eso significaba. La noche anterior había soñado que estaba en un agujero, un pozo probablemente, y luego le empezaba a llover tierra. Había despertado antes de asfixiarse. Y la anterior, la anterior había sido la peor y más rara de todas, «era sangre —recordó—, y yo estaba en medio, luego encendió como si fuera gasolina y…», había despertado antes de morir incinerado, pero el calor había sido tan real…
Fue al lavamos y se echó abundante agua en el rostro, tratando de despertar del todo. Pero sabía que era un gesto vacuo, la pesadilla lo había despertado por completo. Después fue y se sentó en la cama, pensativo, convencido cada vez más que aquellas pesadillas tenían relación con la desaparición de su hermano, hecho ocurrido cinco días atrás.
Pero ¿por qué? No lograba comprender nada. Además, él no tenía que ver nada con la desaparición de su hermano.
Se puso de pie de nuevo. De pronto se sentía sucio, seguro era por la transpiración provocaba por la reciente pesadilla. Se quitó el pijama y se metió a la regadera. El agua fría le provocó un fuerte escalofrío. Eso lo puso furioso, golpeó la pared con fuerza y maldijo a su desaparecido hermano. ¡El muy imbécil hasta desaparecido le seguía amargando la vida!
Jacinto era el hermano mayor del desaparecido Ramiro. Y si alguien tendría que haber vivido a la sombra de alguien tenía que haber sido Ramiro, pero las cosas no habían sido así. Jacinto fue siempre díscolo, cosa que no cambió cuando se hizo adulto. Era despreocupado, amante de las fiestas, del alcohol y hasta de las drogas. Ramiro era todo lo contrario, centrado, obediente, arrecho, inteligente… y quién sabe cuántas cosas más.
La cosa es que Ramiro había ido acumulando cosas buenas mientras Jacinto permanecía estancado en lo mismo, en un empleo mediocre, una casa mediocre y una vida mediocre. Ramiro vivía en la casa de enfrente, mucho más grande y bonita que la de él, se había casado, tenía dos pequeñines, se vestía de traje e iba al trabajo en un bonito coche que no se apagaba a cada rato. Y lo peor de todo es que en ningún momento se había ofrecido en mejorar, aunque fuera en algo la vida de su hermano menos afortunado.
Pero Jacinto se lo dejaba pasar. Le tenía inquina por nacer más afortunado que él, pero hasta allí llegaba todo. Lo que no le perdonaba era que tras su desaparición el primer interrogado por la policía fuese él. Al interrogatorio le siguió una minuciosa inspección de su casa. La policía se había marchado, a indagar por otro lado, pero no sin antes advertirle que si él estaba detrás de la desaparición de su hermano le iba a ir muy feo.
¡Y ahora esto! Pesadillas a mitad de la noche, que lo despertaban aterrado temiendo que de verdad su vida corría peligro.
—¡Maldito! —dijo en mitad de su ducha de agua fría—. Maldito, mil veces maldito, Ramiro. Ojalá te estés pudriendo donde quiera que estés.
Tras ducharse, Jacinto se encontró más sereno y se volvió a acostar. Tras apagar la luz creyó ver algo a través de la rendija de debajo de la puerta, y un ruido como de pisadas. Tembló a pesar de que ya se había cubierto con las colchas, y se tapó de pies a cabeza, como cuando hacía de niño y tenía miedo. Ese truco todavía funcionaba, porque al rato se quedó dormido.
Ojalá solo hubieran sido las pesadillas. Un mal sueño por noche, aunque no es normal, era algo con lo que Jacinto habría podido lidiar. Lo habría achacado a ese odio que tenía a su hermano, a la envidia y quizá a la culpa de sentirse feliz de que ya no viviera frente a él, de ya no verlo todos los días, de ya no oír sus risas… Pero es que en la vida de Jacinto las pesadillas pronto pasaron a segundo plano.
Y es que la sombra que creyó entrever a través de la rendija de debajo de la puerta y las pisadas que la acompañaban pronto se hicieron motivo de terror para el pobre Jacinto.
La noche siguiente, mientras se preparaba una sopa de fideos en su vieja estufa, sintió de pronto una picazón en los omoplatos, y un miedo casi infundado lo atrapó de golpe. Se volvió, creyendo que había alguien detrás, pero no había nada, solo el vano de la puerta, y… ruidos alejándose. La cuchara con que removía la sopa se escurrió entre sus dedos y golpeó el piso con un suave tintineo. Cauteloso caminó hasta la puerta, pero por más que escudriñó y aguzó la vista no vio nada aparte de su vieja y descuidada casa.
Esa noche volvió a sufrir pesadillas, con la diferencia de que a la mañana siguiente no recordaba ni una a detalle. Y cuando abrió la puerta de la habitación para ir a la cocina descubrió pisadas en el pasillo. Las pisadas estaban orientadas hacia la puerta, como si alguien se hubiese detenido frente a esta. Eran pisadas de barro, de calzado de adulto. Y lo más raro de todo, es que eran las únicas huellas, no había más ni a derecha ni a izquierda. Era como si el que estuvo allí hubiese aparecido de la nada, y de igual forma se había marchado. Pero como ya había amanecido, y la claridad de la mañana inundaba el pasillo, Jacinto sintió más intriga que miedo. Lo que sí lo hizo albergar temor fue cuando al ir por un cubo de agua y un trapo para limpiar las pisadas: ¡sorpresa! ¡las huellas habían desaparecido!
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Editado: 26.05.2022