Carolina despertó presa de una extraña inquietud, como si hubiese tenido una pesadilla, lo extraño era que no recordaba haber soñado nada. Sin embargo, jadeaba acompasadamente y tras tocarse el rostro, lo descubrió perlado de sudor.
«¿De qué va todo esto? —se preguntó en su fuero interior—. Quizá esté enfermando.» Pero no se sentía enferma, excepción hecha por una especie de desasosiego que le carcomía por dentro.
Se levantó cansinamente de la cama y se acercó a la ventana de su habitación. Abrió uno de los marcos y se dejó acariciar por la fresca brisa de la noche. La sensación fue en extremo agradable. «Calor —pensó—, sólo era calor.» Se dejó embriagar por la sensación del aire en su rostro, con la barbilla alzada, admirando el hermoso globo luminoso que flotaba más arriba, entre nubes gordas y de aspectos apacibles.
Pero la extraña sensación seguía allí, de ningún modo aplacada por la brisa que acariciaba su rostro y que tiraba sus negros y revueltos cabellos hacia atrás. Pero por lo menos ya no jadeaba ni notaba su rostro sudoroso. Solo aquella inquietud…
Primero abrió los ojos, ojos grandes y expresivos, y después se llevó la mano a la boca para ahogar un gritito. De pronto la luna presentaba un color rojizo, color que también se reflejaba en las panzudas nubes que la guardaban. Carolina no lo podía creer; las cosas no cambian de color de un segundo para otro. Pero aquélla luna sí que lo había hecho. La siguió observando durante un minuto, intrigada y asustada a la vez, tratando de comprender lo que ocurría. Entonces se percató que tenía calor y que su rostro aparecía perlado de sudor de nuevo. Y el aire… el aire ya no refrescaba, sino que era caliente, cada vez más caliente.
Carolina se vio obligada a cerrar la ventana para evitar que aquel aire la tocara. No entendía que ocurría. Nada.
Sin embargo, no dejó de observar la luna, casi roja ahora. Entonces lo vio, y dio un paso atrás, aterrada. Pero en cuanto comprendió de qué se trataba se acercó lo más que pudo a los cristales de la ventana sin llegar a tocarlos. ¡Un meteorito! ¡Por todos los cielos! ¡Se trataba de un meteorito! (¿O era un cometa?) Era una bola de fuego, que se reflejaba en la luna, aunque debía de tratarse de algo muy grande o poderoso para que la ola de calor llegara hasta donde se encontraba ella.
«¡Dios! —pensó— Quizá ni caiga lejos.»
La bola de fuego caía a una velocidad de vértigo. Durante un segundo la propia casa pareció temblar, y el temblor fue real unos momentos más tarde cuando el meteorito impactó contra el suelo. La onda fue grande y poderosa, casi aterradora. Pero Carolina no estaba asustada, en todo caso, excitada. Estaba segura, mil veces segura, que el meteorito no había caído lejos del pueblo. Y estaba segura que si se ponía en marcha de inmediato podía llegar antes de que el gobierno acordonara la zona.
Y eso era lo que se proponía hacer.
Se vistió con toda prisa y salió pitando en busca de su jeep. Ya en la puerta se detuvo, dubitativa, ¿Y si el aire de fuera aún estaba caliente? Pero como no iba a cejar en su empeño, abrió la puerta con lentitud. El aire que rozó su mano era cálido más no caliente. Sonrió, contenta. Terminó de abrir la puerta, tras lo cual una vaharada de cálido viento la recibió, pero era algo que podía soportar. Por último, subió al jeep y se puso a conducir en la dirección que había visto caer la bola de fuego.
Carolina estaba excitada como pocas veces.
Condujo durante algunos kilómetros, temerosa y excitada a partes iguales. La calle estaba solitaria, y el silencio era interrumpido únicamente por el ruido del motor del jeep. Como si el meteorito hubiese obligado a meterse en sus escondites a todo ser animado, humanos y animales por igual. Aunque también podía deberse a que era poco más de la una de la mañana. No obstante Carolina temía que pronto apareciesen luces en el cielo y en la carretera, de los que venían a encargarse del objeto caído del cielo.
Algunos kilómetros más tarde, los efectos del meteorito empezaron a ser más notorios; era como si una ola de calor hubiera asolado la región. Las hojas de los árboles aparecían marchitas en mayor grado a medida que el jeep se acercaba al lugar de la colisión, todo estaba cubierto de polvo y pronto empezaron a aparecer algunos árboles completamente achicharrados o tumbados, prácticamente arrancados de sus raíces. Eso a Carolina la conmocionaba, pero siguió conduciendo, siguiendo la ola de destrucción.
Hasta que llegó a un punto en que el coche ya no podía llevarla. El rastro de devastación se internaba en el bosque y no había ninguna senda por la que el jeep pudiera seguir rodando. Carolina suspiró exasperada, tomó su bolso, aparcó a un lado del camino y se internó a pie en el bosque a medias destruido. Sabía que debía darse prisa antes de que clausuraran el área, por eso no titubeó a la hora de dejar el auto atrás.
Sus botas eran de suela gruesa, idóneas para la ocasión. A pesar de ello el calor le llegaba hasta las plantas de los pies, y no era raro ver salir humo de los troncos de algunos árboles. Pensaba en lo que iba a encontrar en el lugar del impacto cuando algo se movió entre sus pies. Carolina soltó un grito y dio un salto en simultáneo, instintivamente alejándose de aquello que reptaba en el suelo. Una masa negra y amorfa se agitaba entre hojas chamuscadas y suelo negro. Carolina retrocedió otro paso, asustada y preguntándose qué era aquello. Una parte irracional de su cerebro le gritaba que se alejara de esa cosa a toda prisa, que se trataba de algo que había caído con el meteorito, pero Carolina se negó en redondo a huir.
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Editado: 26.05.2022