Historias de terror

La casa de la colina (III)

El nombre de su hija hizo eco en la cabeza de Andrés. “¡Arlene, Arlene! ¡Arlene, Arlene!” El nombre de su adorada princesita se repetía en un siseo. Hasta que cayó en la cuenta de que el eco no se reproducía en su cabeza, sino en otro sitio, como la vez que llamó a Tomás.

―¡Arlene! ―Logró articular después de otro minuto en shock. El eco ya no se repitió―. ¿Cómo sabes el nombre de mi hija? Dilo, sé que me entiendes, Tomás. Lo sé. Dilo.

¡Andrés, Andrés!

Por más que insistió, Tomás no volvió a repetir el nombre de su hija. Pero lo había dicho, estaba seguro. Y los loros no hacen más que repetir aquello que ya han escuchado. «Pero yo nunca he dicho el nombre de mi hija frente al loro». Sin embargo, no estaba seguro. Podría haberlo hecho, o quizá lo mencionó en sueños. No obstante, no creía que una de esas posibilidades fuera la respuesta.

Lo de que el loro dijera el nombre de su hija, era un misterio que tendría que esperar. Primero debía averiguar el origen de esas extrañas marcas en el piso. La idea de que el loro las hubiera hecho, ahora le parecía descabellada. Sólo lo había pensado porque estaba aturdido.

Miró los extraños surcos viscosos de nuevo. «Si hay babosas de diez centímetros de ancho, seguro que así dejan por donde caminan. Por donde se arrastran, ¡habíase oído de babosas que caminan!». El punto es que él nunca había visto un bicho así, y no se creía que esa fuera la respuesta de las extrañas marcas.

Las marcas morían debajo de la jaula de Tomás. Las siguió con la vista hasta dar con una puerta al otro lado de la sala, una puerta junto a la cocina. Era la habitación del almacén, la que sólo usaban para guardar cosas viejas y herramientas de trabajo. Hacía más de un año que no entraba a ella. ¿Podría la suciedad imperante en esa habitación haber creado una babosa gigante?  

Caminó hasta la puerta y se detuvo un momento con la mano en la perrilla. ¿Y si lo que había al otro lado no era una babosa si no un monstruo surgido de algún abismo? No, no. ¿Monstruos? ¿De dónde sacaba semejantes disparates?

Giró la perrilla y empujó la puerta hasta que rebotó contra la pared. Una vaharada de aliento ocre y viejo lo recibió. El piso había acumulado una capa de polvo de al menos un centímetro de grosor. Los surcos viscosos habían abierto brecha en ella y se alejaban de la puerta hasta perderse en un agujero negro de un metro de diámetro.

El corazón de Andrés Jesús dio un vuelco ante la vista de aquel agujero negro como noche sin luna. Era un agujero que nunca antes había visto, horadado en el piso de la habitación. El interruptor de la luz estaba junto a la puerta, así que lo accionó, y pese a las telarañas y el polvo acumulado por la bombilla, todavía encendió.

Cogió una vieja barra de metal que había por allí y se acercó al agujero, preparándose mentalmente para lo que fuera que estuviera allí abajo. La luz del cuarto le mostró la pared de quince centímetros de concreto y unos dos metros de tierra, donde continuaba el agujero, que terminaba en la nada. Unos cinco metros más abajo aparecía el suelo rocoso de una caverna.

Eso significaba que la casita estaba sobre una colina hueca y no sobre una sólida mole de tierra y roca como había pensado Andrés Jesús. Y en esas cuevas ¿qué habitaba? Andrés sufrió un escalofrío ante la perspectiva.

Se arrodilló a orillas del agujero, para espiar mejor el interior. Pero aparte de la roca, no veía indicio de movimiento alguno ni nada extraño. ¡Un momento! Sí, eso era. Allí estaban otra vez los surcos viscosos. No, no eran surcos. Eran unas pocas marcas aquí y allá, sin la constancia de lo de arriba.

Andrés Jesús tenía miedo. Pero también era cierto que quería averiguar quién era el responsable de tan extrañas marcas. Fue a por una lámpara de mano y estiró el brazo lo más que pudo a través del agujero. Pero por más que lo estiró, el largo del túnel no redujo su tamaño de dos metros, por lo que sólo seguía viendo unos pocos metros de suelo. Sólo había una opción: bajar.

Había visto demasiadas películas para saber qué les pasaba a aquellos incautos que se adentraban solos en territorios que a todas luces eran peligrosos o moradas de monstruos de una fealdad y malignidad inefable, pero eso era la vida real, además, pocos motivos tenía para vivir.

Sobre todo, quería bajar a causa de una idea que poco a poco había ganado hueco en su mente. Recordó que esa habitación fue la única que no registraron cuando buscaron a la desaparecida Arlene.

Su hija había desaparecido una tarde que bajaron a bañarse a la playa. Ella se había quedado en la sala viendo su caricatura favorita, con la promesa de que en cuanto terminara se les uniría. Pero nunca se les unió. La tarde transcurrió de prisa mientras se divertían en la playa, pensando que su hija había olvidado el baño por la televisión. Pero cuando volvieron más tarde, cuando el sol rozaba el horizonte, Arlene no estaba ni en la sala ni en ningún otro lado. Supusieron que alguien la había raptado mientras salía de casa, pero nunca se les ocurrió que el captor viviera debajo de su propia casa.

De modo que tenía que bajar para saber la verdad. Tenía que averiguar si su hija había ido a parar allí abajo.

No tenía ninguna escala de siete metros. Pero tenía martillo, clavos y sierra. No fue difícil encontrar la madera entre los árboles que lo rodeaban. Antes de mediodía había terminado la escalera, no era bonita y estaba algo torcida, pero serviría. El problema se presentó cuando la llevó hasta el almacén y quiso meterla por el agujero, era demasiado larga para que el techo de no más de tres metros y medio dejara pararla en vertical, y el cuarto demasiado pequeño para intentarlo de otro modo. Maldijo durante cinco minutos hasta que se le ocurrió la solución.




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