Muchos de nosotros, en algún momento de la niñez, nos hemos visto en la imperiosa necesidad de, para llegar a algún sitio, tener que atravesar algún callejón a alguna hora de la noche; una calleja plagada de sombras; un caminillo bordeado de árboles que al oscilar dan la sensación de que se echarán sobre nosotros; una callejuela entre apretados edificios, bordeada de contenedores de basura, de donde no se sabe si saldrán ladrones o monstruos de pesadilla. Creo que muchos, en algún momento hemos tenido que pasar por algo así, ya sea en la ciudad, una villa, o una aldeíta rural muy alejada del mundo urbano. También los adultos transitan por caminos similares, pero la mente ya no es como cuando se era niño, cuando se creía en monstruos, fantasmas, cosas debajo la cama, acechantes de la sombra, y más. Es a los pequeños a quienes, caminando por estos sitios, se les desboca el corazón por el miedo.
Eso fue precisamente lo que le ocurrió a un niño de nombre Sam. El pequeño vivía en una pequeña aldea, allá en Petén, un departamento de Guatemala. La aldea era pequeña y aislada, no contaba con servicio de energía eléctrica ni de agua potable. Las casas eran de madera y techos de láminas viejas y oxidadas. Y había muchos árboles, especialmente de esos que se prestan a leyendas sobre cosas sobrenaturales, tales como los cedros, los amates y los tamarindos.
En la aldea había ciertas personas, las más adineradas del lugar, que, pensando en sacar provecho, ponían sus tiendas, compraban plantas de energía a gasolina para enfriar siquiera un poco las bebidas y hacían negocio. El más emprendedor fue don Joaquín, que no sólo compró una planta para enfriar las bebidas, sino que construyó un gran cajón de madera, una televisión y una casetera y montó una especie de cine. El pequeño cine se convirtió muy pronto en la sensación del lugar. Familias enteras abarrotaban el lugar casi todas las noches, llenando las bolsas de Joaquín, pero pasando ratos muy amenos, como hacía nunca los tenían. Regresaban a casa en medio de grandes platicas, risas, susurros sobre las muertes, que cómo se había descubierto al asesino, en fin, entre en millar de comentarios.
Para un viernes muy particular, don Joaquín anunció que habría una película de terror. El pequeño Sam, cliente habitual del cine con su familia, se emocionó grandemente. Pero cuál no sería su decepción al enterrarse que esa noche no podrían ir.
―No hay dinero, hijo ―dijo la madre―. Sólo para el desayuno de mañana.
No se dijo más. No había, no había.
Ya otras veces había ocurrido así, y Sam comprendía. De manera que cuando le daban algún dinerito no se lo gastaba todo en dulces y golosinas como los demás chicos de su edad. No, él sabía que el día que los necesitaría llegaría. Y ese día era esa noche.
No pidió permiso para ir solo, no le contó a nadie. Simplemente el viernes por la tarde se esfumó como otras tantas veces. Supondrían que andaría jugando en casa de algún amigo. Cuando cayera la noche se empezarían a extrañar por su ausencia, pero para ese entonces él ya estaría en su banquito viendo la película.
Y así fue. Y a mitad del film se encontraba totalmente arrepentido de haber ido, e igual o más aterrado. No era el único con miedo, todos lo tenían, pero sí era el único que estaba solo, en un rincón, para que nadie lo notara. Cuando la película terminó, era un ovillo tembloroso en una esquina. Había subido los pies al banco, tenía miedo incluso de lo que había debajo.
Las familias salieron en orden, cuchicheando nerviosas, soltando risitas tontas, los más pequeños, pegados a las faldas de sus madres. Tendría que habérsele ocurrido seguir a una familia vecina de sus padres, pero no se le ocurrió, tenía mucho miedo, y no quería que nadie lo viera. Sin darse cuenta se encontró solo en la gran caja de madera. Don Joaquín, con rostro severo lo sacó sin mayores miramientos.
―Vete a casa, mocoso ―le dijo―. La película hace ratos que terminó.
―Sí, sí señor ―balbuceó Sam. Don Joaquín siempre había sido una persona severa, pero esa noche en especial, le pareció hasta terrorífico.
Sam sabía que no serían más de las ocho de la noche, sin embargo, la noche era negra, como sólo puede ser en un lugar sin energía eléctrica ni luna que ilumine el camino. En una y otra dirección apenas se veían unos puntitos de luz, unas eran de las lámparas de mano de las familias que regresaban a casa y otras de los candiles que en las casas se utilizaban para alumbrar un poco. Por lo demás, todo estaba oscuro.
Su casa no quedaba muy lejos, después de todo la aldea era pequeña. Pero en aquella oscuridad, con aquel miedo, con aquellas sombras que amenazaban en convertirse en los monstruos de la película, supo que el regreso sería largo y torturante. Se arrepentía totalmente por haberse escapado para ver la película por su propia cuenta y mentalmente prometió que, si llegaba a casa en una pieza, jamás volvería a repetir aquella osadía.
Las luces de la gran caja de madera se apagaron y Sam se encontró en medio de una negrura como nunca había visto. Vio unas sombras moverse a un costado y soltó un gritito, pero resultó ser sólo uno de los rosales que la mujer de don Joaquín cuidaba con esmero. «No está tan oscuro ―pensó―. Sólo tengo que concentrarme en el camino, sin fijarme en nada de los lados y llegaré a casa.»
Sabía que al llegar a casa sin duda recibiría una paliza por haberse escapado de aquella manera. Preferiría que sus padres lo encontraran allí y lo llevaran a casa para propinarle la paliza que atravesar aquellos caminos y ser indultado de su castigo. Pero todo indicaba que sus padres no lo encontrarían allí y él tendría que caminar.
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Editado: 26.05.2022