Pero Daniel ya no escuchaba a nadie. Aceleraba a toda máquina. Alguien alcanzó a decir “Dios mío”, el resto se limitó a mirar carretera adelante, deseando que ésta no desapareciera de vista.
*****
Luces, ruidos, gritos, un sonoro golpe… En su mente aún no se aclaraba nada, pero sólo fue cuestión de minutos para comprender lo que había ocurrido. «¡Un accidente! ―concluyó― ¡Hemos sufrido un accidente!»
Logró arrastrarse fuera del auto. O lo que quedaba de él. El vehículo, otrora un exuberante artículo de lujo, era un amasijo de metal, caucho, fieltro y esponja… y piel. Cuando vio los cuerpos esparcidos y mutilados, lo que brotó de su garganta fue un chillido agudo que en nada se parecía a su voz.
―¡Los maté! ―lloró, arañándose el rostro― Yo los maté, es mi culpa.
Sí, era su culpa, lo sabía, ya lo recordaba. «Conduje como un loco ―pensó―, por dejar atrás a las malditas muchachas ebrias. Los chicos me gritaban que me detuviera, yo los maldije mientras mantenía al fondo el acelerador. Después vino una curva, una gran roca y el choque.»
La roca seguía junto a la curva. Vio sangre, restos de piel, sesos y partes del auto impregnados en ella. Todo era una auténtica pesadilla. ¿Y las malditas chicas? Claro, como era de esperar, no estaban por ningún lado.
¿Y ahora qué iba a hacer?
Entonces captó un leve movimiento en el suelo, entre los escombros. No quería mirar, no tenía valor para mirar. Hasta ese momento había conseguido arrastrarse fuera del auto, había visto de pasada los cuerpos y mantenido la vista en otras cosas… menos perturbadoras. Pero había llegado la hora de armarse de valor, de contemplar la magnitud del desastre. «Tú desastre», recalcó una vocecita interior.
El auto se había hecho añicos y se había divido en varias secciones, como un rompecabezas, un rompecabezas del diablo en todo caso. Antonio estaba a los pies de la roca, de su cabeza sólo era reconocible la boca, los sesos estaban esparcidos como carne molida. Daniel contuvo las arcadas. Esdras estaba a unos cuantos metros, tenía el cuerpo maltrecho y en su rostro y torso varios vidrios habían querido convertirlo en puercoespín. Se quejaba quedamente y su mano izquierda, doblada en ángulo innatural, arañaba el suelo manchado de sangre.
Primero fue un resplandor tenue, que luego fue acrecentando su brillantez, como un auto que se acerca. Pero no era un auto, porque la luz venía del cielo. Se detuvo sobre la grotesca escena, y la argéntea luz lo bañó todo. ¿Qué era?
Entonces Antonio fue izado del suelo. Antonio lo saludó al ascender en el aire.
Daniel agitó la cabeza y se restregó los ojos para asegurarse de lo que veía. La luz seguía allí. El siguiente en ascender fue Carlos. Pero no era Carlos en realidad, porque Daniel vio que el cuerpo destrozado de su amigo seguía en el suelo. Le llevó cinco segundos comprender que lo que veía eran las almas. ¡Estaban muertos!
Enrique yacía muy cerca de él. Lo miraba con ojos vidriosos, aterrados, y su alma inmortal alzó el vuelo para reunirse con Carlos y Antonio. Daniel estaba llorando. No tenía idea de lo que ocurría. Tampoco sabía por qué lloraba. La mano de Esdras dejó de arañar el suelo, sus quejidos desaparecieron y a continuación su alma también ascendió. ¿Hacia dónde? ¡Todos muertos! ¡Todos muertos por su culpa! No podía dejar de llorar.
Entonces él también sintió el tirón. El suelo se alejó de su cuerpo, se encontró flotando. Antes de ser absorbido y averiguar hacia dónde iba, se vio a si mismo junto al volante del coche, el rostro cubierto de sangre, la puerta incrustada en su vientre.
Ahogó un grito.
Cosa rara, el reloj digital del auto aún servía. Marcaba exactamente la medianoche.
---FIN---
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Editado: 26.05.2022