Cuando Denia se casó con Román, se imaginó una vida plácida y normal. Si alguna vez era despertada a mitad de la noche, siempre pensó que serían los besos de su esposo o sus manos traviesas hurgando entre sus ropas, solicitando un nuevo round. Y desde luego un bebé, pero eso sería más adelante. Que la despertaran unas risas infantiles, a veces femeninas un tanto más graves, que la ponían nerviosa y conseguían filtrarse en su subconsciente en forma de pesadillas, era algo que desde luego no figuraba en su catálogo imaginario de cosas que la podían despertar.
Escuchó las risas por primera vez, apenas dos semanas después de casada con Román. Al principio creyó que se trataba del pequeño Ryan, un pequeño de cinco años fruto del anterior matrimonio de Román, que dormía en la habitación al otro lado del pasillo. Solo que las risas sonaban más lejanas que si el chiquillo se hubiese despertado para jugar; más lejanas, más apagadas y más alegres al mismo tiempo. Denia las escuchó un buen rato, y las risas persistieron, aunque no continuas. También escuchaba la otra risa, juraría que era la risa de una mujer, y aquella risa tenía una cualidad intangible que le ponía la piel de gallina. Era como si los autores de aquellas risas tuvieran un encuentro, charlaran (sólo que las charlas no eran perceptibles) y después rieran. Era escalofriante.
«A lo mejor es una pareja de borrachos», pensó, y se tapó de pies a cabeza, dispuesta a ignorarlas. Las ignoró lo suficiente para dormirse, pero en su sueño repiquetearon largo tiempo como un débil eco.
Por la mañana, después de que su esposo se fuera al trabajo, mientras llevaba a Ryan a su escuela de kínder, le preguntó al niño si se había levantado a jugar durante la noche.
―No, Deni ―le respondió el chico―. No me gusta jugar por las noches.
―Oh, pensé que sí ―fue todo lo que dijo. El niño se arregló la correa de la mochila y miró al frente.
*****
Esa noche se acostó bastante intranquila. Después de hacer el amor permaneció despierta mucho después de que su esposo se pusiera a roncar. Sonrió con ternura. Él aseguraba que no roncaba.
Por momentos creyó oír pasos afuera de la casa, y sufrió un respingo cuando una ráfaga de viento agitó algún cartel. Todo debió ser imaginación suya porque no escuchó ninguna risa. Cuando la siguiente noche también transcurrió sin incidentes, su teoría de que se había tratado de alguna pareja de borrachos sentados en la acera, fue cobrando fuerza.
Transcurrió una semana sin novedades. Denia casi se había olvidado de aquellas risas. Román estaba feliz de tenerla a su lado, ella también estaba feliz, y aunque el pequeño Ryan no le había cogido ningún cariño comparado al que un hijo tendría para con su madre, la trataba con deferencia y no daba ningún motivo de queja; parecía el niño más normal del mundo.
Pero, unos diez días después, las risas volvieron, aunque primero en forma de pesadilla. Cuando Denia despertó, se dio cuenta que la pesadilla había desaparecido, pero las risas continuaban allí. Sintió un escalofrío y se abrazó a su esposo, que se agitó en sueños, inconsciente de su miedo. Ya fuera porque había tenido una pesadilla, ya fuera porque esa noche las risas sonaban más lúgubres, no se atrevió a moverse un solo centímetro de la cama. Las risas duraron lo que pareció horas, hasta que el cansancio la sumió en un intranquilo sueño.
A la mañana siguiente estuvo tentada de preguntarle a su esposo si sabía algo al respecto, pero él se marchó sin darle tiempo de nada. Cuando regresó por la tarde, Denia había recuperado la tranquilidad y decidió que el asunto podía esperar. Curiosamente, ese día Ryan fue el niño más feliz del mundo, y antes de entrar a clases incluso abrazó a Denia y le dio un beso. No sabía por qué, pero eso inquietó a Denia más que tranquilizarla, más cuando recordaba que la noche anterior el pequeño apenas si había comido, triste por alguna razón que no quiso comentarle.
*****
La tercera vez que escuchó las risas, Denia estaba decidida. Sólo eran risas, si se asomaba con cautela por las ventanas ¿qué malo podía suceder? Desde hacía varias noches venía dejando una lámpara en el buró y se había mentalizado para esa ocasión, ya que estaba segura que las risas iban a volver. Aun así, tardó más de cinco minutos en armarse de valor, incluso llamó en susurros dos veces a su esposo, pero este dormía como roca, como roca que ronca.
Se puso una bata de terciopelo sobre las prendas de satén, y fue hacia la puerta, arrastrando las pantuflas, la lámpara temblaba levemente en su mano izquierda. Ya en el pasillo se detuvo a escuchar. Lo que más deseaba era confirmar su hipótesis de los borrachos, pero a menos que estos se hubieran colado al patio trasero, ya podía ir descartando esa teoría.
A medida que se acercaba a la puerta de atrás, las risas eran más claras, y sí, charlaban, sólo que las voces eran suaves, como un beso, indescifrables todavía. Ya en la puerta, con su mano casi en el picaporte, sintió un temor profundo y decenas de pensamientos se agolparon en su mente. ¿Y si eran ladrones? ¿Fantasmas? ¿Si al abrir la puerta también estaba cediendo paso al interior de la casa? ¿Y si era algo tan horrendo que allí mismo quedaba inerte?
Al final retiró su mano de la puerta y decidió ir a una habitación contigua, la que hacía de cobertizo para las herramientas del jardín. Sí, justo como pensaba, allí había una ventana que daba al patio trasero. Movió unas bolsas de lo que parecía abono, y corrió las persianas lo suficiente para espiar el exterior. Al principio no vio nada, excepto la tenue luz de la luna y unos árboles y el césped… Al final fueron las mismas risas las que la guiaron hasta sus autores: dos figuras, una pequeña, semi-oscura, y una más alta, ataviada de plata, casi resplandeciente; si no la había visto antes era sólo porque estaba bajo la sombra de un naranjo.
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Editado: 26.05.2022