Estaba de pie frente a aquélla caja de metal, toda gris, con una única línea que indicaba la juntura de sus puertas, y un panel de botones a un costado. Por todo lo demás era austera, inquietante. Todavía estaba a tiempo de arrepentirme, de tomar las escaleras, de olvidar el absurdo reto, perderlo, pero manteniendo mi integridad mental. Sin embargo, ya era hora de que afrontara mi miedo a los espacios cerrados.
Las puertas del ascensor se abrieron con un débil clinc y quedó a mi vista la caja metálica que tan estrecha se me asemejaba. No era la primera vez que veía un ascensor, pero sí era la primera vez que estaba decidido a entrar a uno. Me aseguré que el inhalador estaba en el bolsillo, llené de aire los pulmones y entré de un par de zancadas. Presioné el número trece y observé, con la respiración entrecortada, cómo las puertas se cerraban, ocultando el amplio vestíbulo del edificio. Casi me pareció que las puertas me guiñaban con malicia.
―¡Sólo es un ascensor! ¡Sólo es un ascensor! ¡Sólo es un ascensor! ―Me repetí una y otra vez, como un mantra, pero la sensación de ahogo me hacía su presa.
Un viejo compañero de la escuela tenía un apartamento en el décimo tercer piso, y, sabedor de mis miedos, me había retado a subir por una vez en el ascensor.
―Yo te estaré esperado cuando salgas ―me prometió―. Y la victoria será tuya. Te prepararé el platillo más delicioso que en tu vida hayas probado. ―Él era chef de profesión, y yo siempre he tenido un apetito saludable, como lo atestiguan mis kilos de más, de manera que no pude rechazar el reto.
Ahora, tras quedar dentro de la diminuta y asfixiante caja de metal, cuestiono lo sensato de la decisión. Miro abajo, arriba, a los lados, y solo veo metal gris, algo vetusto, con manchas de óxido en algunas esquinas. Lo peor de todo, me parece tan pequeño…
La caja da una pequeña sacudida y siento algo que me marea, que me palpita en las sienes. Como nunca antes he estado en un elevador, no sé si estoy subiendo, bajando, aún estoy en el mismo sitio o si esa chatarra se averió. Todo me es desconocido. Y lo desconocido, siempre me ha aterrado.
Sigo sin saber qué sucede en el elevador, nadie me dijo lo que debía sentir. Lo que sí siento es que me empieza a faltar el aire. Saco el inhalador para darle una calada cuando, horrorizado observo que las paredes empiezan a encogerse, a combarse hacia dentro, como si unas manos gigantes estrujaran el elevador. Luego, de las esquinas superiores, empiezan a descender hilillos de sangre. Grito horrorizado, al menos lo intento, ya que de mi garganta sólo brota un silbido, señal inequívoca de que necesito del inhalador. Le doy varias chupadas al aparato y me dejo caer en el suelo, creo que estoy llorando.
Y de pronto, las puertas se abren. Las paredes han recobrado su forma original y no hay ni rastro de sangre. Quiero respirar aliviado, pero aún no puedo, todo ha sido tan vívido que me llevará un rato reponerme.
―Adelante, salga ―me dice alguien.
Levanto la mirada e intento sonreír, sabedor de que me he ganado una suculenta cena. Pero el personaje que me invita a salir no es mi amigo, sino que se trata de un individuo de elegante porte, traje negro y corbata, con la barba recortada y ojos negros. No es mi amigo, pero me inspira tal sensación de seguridad que acepto la mano que me tiende y le permito que me ayude a salir.
―Le estábamos esperando, Henry ―me dice, a la vez que empieza a andar por un pasillo. Yo le sigo.
―Sabe mi nombre ―observo―. ¿Es amigo de Walter o algún pariente? ¿O acaso es un antiguo compañero que yo no recuerde?
―Creo que más bien un pariente ―responde el individuo―. Pero no de Walter, si no de usted, Henry.
El desosiego me acosa. El individuo me sonríe, y su sonrisa es tan enigmática que produce temor.
―¿Mío? Cómo puede ser, si yo a usted no le conozco ―digo, sin entender nada.
―Oh sí, sí que me conoce ―afirma. Su sonrisa es condescendiente.
Se detiene frente a una puerta, muy semejante a la del elevador, con la diferencia de que la que tengo enfrente es roja. En letras negras está mi nombre: Henry Vega.
Esa puerta me produce temor. Retrocedo un paso y trato de identificar al individuo.
―¿Quién es usted? ―Pregunto.
El hombre sonríe. Y su sonrisa es macabra.
―Soy todos tus miedos, Henry. ―Con una mano me coge del cuello de la camisa, con la otra abre la puerta y me tira al interior de la habitación.
Adentro está oscuro. No sé cómo explicarlo, pero a pesar de la oscuridad puedo ver todo. El caballero que me guío hasta allí cierra de un portazo y de pronto ya no es el tipo de traje y corbata, sino que es un monstruo de pesadilla, con brazos como tentáculos y con el rostro de mi padre; aquél que me golpeaba cada que llegaba borracho. Grito aterrado e intento retroceder, pero no puedo moverme. La razón es tan sencilla como aterradora. La habitación es amplia, lo que ocurre es que está atestada de todas aquellas cosas y seres a los que temo o que en algún momento me han atemorizado. ¡Es mi propia habitación del terror!
Está allí el monstruo de debajo de la cama, que siempre imaginé peludo como un perro y con monstruosas garras. Está allí el hombre lobo que una vez aseguré oír aullar en un campamento. Está el hombre médico que corta a los niños para hacerlos jabón. Está la sombra de ojos rojos que por las noches escucho merodear a las puertas de mi casa. Está el vampiro chupasangre que creí que era aquél murciélago que continuamente chocaba contra mi ventana. Sería difícil contar y describir a todos los monstruos y miedos que llenan esa habitación. Sólo puedo asegurar que allí están todos…
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Editado: 26.05.2022