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Darlin Went estaba encantada porque pronto iba a contraer matrimonio con el joven Benson Brown, que en los meses anteriores se había hecho acreedor de su corazón con su galantería, con sus atentos detalles y muestras de afecto que sobrepasaban las expectativas de cualquier doncella. Nunca había sentido tanta felicidad en la vida.
Lo que a veces venía a su memoria, de manera brumosa, era un pasado lleno de llanto y desdichas. Curiosamente sólo recordaba que había pasado una época negra en la que deseaba que la tierra la tragara. De los motivos era incapaz de recordarse por más que esforzara su mente. Apenas pensaba en ello desde que se dio cuenta que estaba enamorada.
Su madre, doña Inés, era la más alegre con aquel enlace.
―Ben es el mejor muchacho que pudo fijarse en ti ―repetía todas las veces que se encerraba en la alcoba de su hija para apretarle las lazadas del vestido, cerrarle el zíper o abrocharle los botones―. No hay mejor muchacho que él. Su familia es de distinguido linaje, mucho más elevado que el nuestro. Pero eres bella y eso juega a nuestro favor. Se nota a leguas que está prendado de ti. Y tú de él, eso que ni qué. Así que no vayas a echar todo a perder. Desde que tu padre murió cada vez andamos más escasas de dinero, este enlace es indispensable para que nuestra familia pueda mantenerse a flote.
Esa era la cháchara de todas las veces que ayudaba a vestirla previo a una entrevista con el joven Brown. Eso sí, había que concederle el crédito de que ponía especial énfasis en hacerla lucir muy hermosa en esas ocasiones. El cabello negro lo dejaba lustroso y brillante; el rostro de por sí hermoso de Darlin, en esas ocasiones competía con la luna llena; sus labios pálidos aparecían sonrosados y voluptuosos; sus cejas asemejaban los de la gacela y los vestidos realzaban la figura de su talle.
De por sí el joven Ben estaba prendado de la joven. Cuando se le aparecía sí, con la belleza de una ninfa, no vaciló en pedirla en matrimonio, a pesar de las protestas de sus padres que esperaban para su heredero a alguien de su misma alcurnia. Pero esas protestas se acallaron un poco cuando conocieron a la joven, tan hermosa, tan dulce, tan amable, tan tímida. De vez en cuando soltaban una leve protesta como la de: “es de clase más baja”, pero era más para ellos mismos, para no caer rendidos ante los pies de su futura nuera, que para disuadir a su hijo.
Eran dos corazones enamorados. Ambos jóvenes, con toda la vida por delante, una vida que se auspiciaba llena de dicha y felicidad. Él tenía veintidós y ella recién había cumplido los diecinueve. Se iban a casar dentro de un mes, poco antes de las fiestas navideñas.
Pero tanta felicidad, belleza y donosura rodeaba a la joven Darlin Went que no tardó en atraer la envidia, que amenazaba con tornarse en desgracia. O al menos a la envidia fue lo que su joven y puro corazón acusó de sus pesares mientras la verdad salía a la luz.
Todo comenzó justo un mes antes de la boda.
Darlin fue a acostarse casi a medianoche en esa ocasión. La visita de Ben se había prolongado hasta tarde. No sólo la de Ben, sino también la de sus señores padres, que por primera y única vez pisaron la casa de los Went, bastante más chica y menos esplendida que su mansión en las afueras del poblado. Pero se mostraron educados y apenas cruzaron palabra con Darlin, dejando a gusto a los jóvenes enamorados. Mientras, ultimaban detalles con la madre de la novia.
Se retiraron satisfechos. No tanto la joven pareja a quienes treinta días se les antojaban una eternidad para lanzarse sin recatos a los brazos del otro. Pero sabían que la espera sólo aderezaba el momento anhelado, de modo que se conformaban con esperarlo con impaciencia.
―La señora es una bruja ―dijo doña Inés cuando Darlin subía a su habitación. A menudo a su madre se le escapaban deslices similares―. Ojalá estuviera muerta.
―No digas esas cosas, madre, que el Señor puede oírlas.
―Lo siento, hija. ―Se santiguó y la animó a irse a la cama.
Tardó mucho en dormirse. La expectativa de su unión era demasiado grande y su mente insistía en revivir esos pasajes llenos de felicidad, que la hacían reír como tonta y dar vueltas y vueltas entre sus sábanas.
Hasta que al fin el sueño pudo más.
La despertó el frío, un frío sólo comparado con el corazón del invierno. Le pareció raro tanto el frío (puesto que no había hecho mucho frío en las últimas semanas) como el hecho de despertarse antes del amanecer, ya que siempre dormía de un tirón hasta la hora de levantarse.
Tanteaba en su cama buscando otras capas con que cubrirse cuando escuchó los pasos. Le pareció que provenían del pasillo y empezó a sentir miedo. En casa sólo vivían su madre, Flor (la criada) y ella. A ambas le conocía sus pasos al dedillo. Estaba segura que ninguna de ellas andaba en el pasillo en esos momentos.
La superstición se hizo presente. Pensó en el fantasma de algún antiguo habitante de la casa, su propio padre tal vez. El miedo atenazó todavía más a su asustado corazón. Sabía que cuando un difunto visita a un pariente, lo hace con el único propósito de anunciar la muerte del desdichado a quien se le aparece.
Se cubrió con las mantas hasta la barbilla mientras oía el loco palpitar del corazón rebotar contra su pecho. Rezaba en silencio pidiendo que el fantasma que se paseaba en el pasillo no visitara a ninguna de las tres mujeres que habitaban la casa. Deseaba fervientemente que pasara de largo las tres puertas sin anunciar ninguna calamidad a ninguna.
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brujas monstruos y demonios, fantasmas y maldiciones, zombis humanos y animales
Editado: 26.05.2022