Fue un acontecimiento no poco importante la boda entre el joven Brown y la joven Went. Fue invitada toda la aristocracia del poblado y del resto del condado. Se llegó a decir que incluso llegaría el Rey con todo su cortejo, aunque al final esto quedó sólo en habladurías.
La novia bajó del carruaje toda vestida de blanco y toda la gente, excepto los envidiosos, dijeron que era la novia más hermosa que habían visto en su vida. El joven Brown (que no era tan parecido, eso también se rumoreó mucho) ya en el altar, hinchaba el pecho y miraba a los demás con el rostro alzado, consciente de su preeminencia y de la doble envidia que suscitaba en los demás, en parte por ser el heredero de los Brown y en parte porque se casaba con una mujer hermosa que además lo amaba.
Se dijeron los votos ante unos trescientos asistentes, aquellos que pudieron entrar a la parroquia, afuera, el populacho se contaba por miles. De la iglesia la pareja se marchó en un carruaje profuso en adornos, saludando y sonriendo. Hasta el propio Rey habría tenido envidia de la efusividad con que eran vitoreados, y eso que los Brown no llegaban ni a duques.
Los enormes pabellones, las mesas con sus blancos manteles y las blancas guirnaldas que colgaban por doquier, el sol que cálido se sumergía tras el horizonte… el lugar estaba precioso. Y lo mejor era que había comida en abundancia.
Entrada la noche los recién casados fueron conducidos al salón de la Mansión Brown, donde pudieron tener paz, ya que aunque había mucha gente, todos eran de clase alta, y ya se sabe que estos son muy quisquillosos a la hora de dar efusivas felicitaciones.
A las ocho se sirvió la cena, que constó de decenas de platillos, y a las diez se dio por iniciado el baile. Primero bailó la pareja de recién casados, después entró doña Inés que bailó con su yerno y el señor Brown hizo lo mismo con su nuera, que era una delicia para la vista. Después se siguió sumando el resto de invitados. Darlin bailó entre tantos brazos que aunque se lo hubiese propuesto, no habría podido contarlos. Sólo se tomó un descanso cuando ya iba a ser medianoche. Fue a ocupar el lugar al lado de su esposo en la mesa principal.
Al dar el reloj las doce, un centenar de voces excitadas por el baile y el vino se elevó como un clamor. Era la hora de que la pareja subiera a la alcoba y consumara aquello para lo que se habían unido. Darlin miró sus pies, sonrojada, pero su madre le habló al oído y logró ponerla de pie. Ben le tomó la mano y la guio un pequeño trecho hasta las escaleras.
Apenas habían subido tres escalones cuando las puertas principales del salón, que habían permanecido cerradas para evitar el bullicio de la fiesta que el populacho celebrara en los pabellones, se abrieron de golpe y una gélida brisa barrió el salón. Al menos la mitad de las velas de los candelabros se apagaron y los comensales soltaron un gemido. La brisa se marchó pero el frío continuó en el salón. Darlin tenía la vaga sensación de que ese frío ya lo había sufrido con anterioridad.
Todo el mundo se había quedado en silencio, preso de un miedo colectivo. Fue de esa manera que escucharon unas pisadas fuertes que se acercaban y el miedo se convirtió en terror en todos los corazones. Más terror sintieron al ver a una figura encapuchada entrar por las puertas abiertas. Todo el mundo quiso gritar, incluso Ben y Darlin, al notar que los pies y manos que asomaban de la negra túnica eran sólo huesos, cual cadáver que se ha quedado sin carne, no obstante, todos eran víctimas del mismo embrujo, y nadie pudo articular sonido ni echarse a correr.
La alta figura avanzó firme entre las mesas montadas en caballetes y se detuvo a escasos metros de la pareja. Se llevó las horribles manos a la capucha y la deslizó hacia atrás. A la vista quedó un cráneo pelado, con los dientes en una perenne sonrisa, gusanos reptando entre los huesos.
―¡Mi nombre es Brandon Alester! ―dijo la calavera―. Y vengo a hacer recordar lo olvidado y a cobrar justa venganza.
Algunos de los comensales temblaron todavía más al escuchar el nombre. Éstos sabían que Brandon era el anterior novio de Darlin y que había muerto de forma trágica en alta mar, en una de las tantas escaramuzas entre la marina y los piratas que infestaban el oceáno. Al resto, los de más alta alcurnia, el nombre no les decía nada, acostumbrados como estaban a ignorar lo que pasaba en las esferas de abajo.
―¿Qué quieres de mí? ―chilló Darlin, roto el embrujo, y vuelto el recuerdo de las anteriores visitas de la figura encapuchada.
―¡Qué recuerdes! ―extendió una mano huesuda y el hechizo que impedía que se acordara de Brandon Alester se rompió.
Los recuerdos volvieron a su mente en tropel, intensos y dolorosos. Fue tanto que cayó sobre los escalones. La cabeza le dolía a tal extremo que pensó que le iba a explotar, así como el corazón. Recordó a Brandon y su gran amor. Recordó que iban a casarse y el odio de su madre por Brandon.
Una semana antes de la boda, el buque en el que servía Brandon iba a partir a luchar contra los piratas. Él tenía licencia por su boda, pero repentinamente la licencia le fue retirada y se vio obligado a partir. Se despidieron en el muelle.
―Regresaré para la boda ―dijo él.
Darlin sabía que no sería así, un miedo atroz se había aposentado en su ser. Lloró y suplicó para que se quedara, pero la orden de partir era irrevocable y la deserción se castigaba con la muerte. Fue entonces que le dejó la cadena con el dije en forma de ancla, se quitó el pañuelo de la frente y se lo puso a ella, por último le entregó un retrato que había mandado a pintar para ella.
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Editado: 26.05.2022