Historias de terror

El defensor de los niños

Ramiro estaba hecho una furia.

Se habían mudado a su nueva casa hacía apenas una semana. Era una casa decente, aunque algo sombría. La renta, para su sorpresa, era mucho menor de lo que había imaginado, de manera que, después de la mudanza, el pago de tres meses por adelantado y demás gastos básicos, aún le quedaron algunos centavos. Puesto que el color de la casa, sombrío a su parecer, no le agradaba, decidió invertir ese dinero en pintura de color más vívido y aún le alcanzó para pagar a una pareja de pintores de brocha gorda.

Habían terminado de pintar el día anterior. Y cuál no sería su sorpresa cuando al regresar del trabajo, cuando la pintura nueva apenas tenía un día de echada, encontró las paredes del frente manchadas con crayones y tinta en trazos definitivamente infantiles. Muchas de las armas del delito aún yacían tiradas en el piso, y el niño, ese mocoso travieso, también estaba todo embadurnado, como prueba irrefutable de su culpabilidad. Se sacó el cinturón y azotó tres veces al chamaco antes de que su mujer, María, llegara corriendo alertada por los estridentes chillidos.

―¿Ramiro, por qué le pegas? ―Chilló de forma aguda, interponiéndose entre él y el niño.

―¿Que por qué le pego? ―Replicó enfurecido― ¿Ya viste lo que hizo? ¡Y recién pintadas mis paredes!

Lo cólera lo embargó con más fuerza, y, tras dar un empujón a su esposa, tomó al niño por una oreja y lo llevó adentro, para que los vecinos no vieran la tunda que le iba a poner. Y vaya si se la puso. Lo golpeó hasta el punto de casi reventarle la espalda. Entonces la furia lo abandonó y la vergüenza y el arrepentimiento ocuparon su lugar.

―¡Sólo tiene cinco años! ―Musitó su mujer, llorando en una esquina de la sala―. No tiene control de sus actos.

El chiquillo lloraba desconsolado en el piso, pero sin moverse, de alguna forma resignado. Fue lo que más hizo sentir miserable a Ramiro. No era la primera vez que lo golpeaba, y la culpa cada vez era peor.

―L-l-lo s-siento ―balbuceó. Se mesó los cabellos con desesperación―. Atiéndelo, María. Me voy a dar un baño.

En el baño, el agua que caía de la regadera se mezcló con sus lágrimas. ¡Se sentía tan miserable! ¿Por qué no se podía controlar? María tenía razón, sólo era un niño. No tenía que haberlo golpeado, al menos no de aquella manera. «No ―rectificó―. No tendría que haberlo golpeado ni de aquella ni de otra manera.»

Se encerró en su habitación y no bajó a cenar. Cuando su mujer subió para dormir, no tuvo las agallas para preguntar por el pequeño. Ni siquiera se volvió a ver a María, simplemente fingió dormir.

Más tarde, mucho más tarde, todavía estaba despierto, con los ojos prendidos en el techo, sin poder quitarse de encima el peso de la culpa. En eso estaba cuando escuchó los primeros ruidos. Fueron ruidos rápidos y no muy fuertes. A Ramiro le vino a la mente un animal corriendo un trecho de manera rápida para luego detenerse. Siguió con los ojos prendidos en el techo, sin prestarle más atención a aquel ruido.

Un minuto más tarde, volvió a oír los ruidos. Lo que era peor, los oyó en el interior de la casa. El corazón se le puso en puño. Imaginó a alguien corriendo de prisa para detenerse igual de rápido, ésta vez ya no pensó en ningún animal. Siguió inmóvil en la cama, deseando fervientemente que esos ruidos no fueran más que producto de su imaginación.

Pero estaba equivocado. Volvió a escuchar los ruidos, ésta vez más cerca. Y al instante siguiente, la puerta de la recámara se entreabrió, y en la rendija, asomaron dos ojillos rojos. Ramiro dio un respingo y pataleó, producto del susto; a su lado, su mujer gruñó en sueños.

La puerta continuó abriéndose, y una figura pequeña entró a la habitación. Ramiro, con manos temblorosas, prendió la lámpara de la mesilla y la habitación se iluminó de manera tenue. La esperanza de que fuera su hijo buscando la compañía de sus padres se esfumó con la visión del rostro pálido y agrietado del niño que tenía en frente; sus ojos rojos parecían luminiscentes.

Ramiro gritó y saltó de la cama. Su mujer también despertó y empezó a gritar histérica cuando vio al extraño niño a la puerta de la habitación. Pero no permaneció mucho tiempo junto a la puerta, ya que, tras emitir un chillido inhumano, corrió con endemoniada velocidad y se echó sobre Ramiro, mordiendo y arañando con frenesí.  

Ramiro logró cogerlo por los hombros y lo tiró contra el piso. Los rasguños y los mordiscos le escocían. El niño, aunque Ramiro creía más bien que era un demonio, volvió a la carga. Ésta vez lo salvó su esposa, que le quebró un jarrón de porcelana en la cabeza. El niño-demonio se revolcó unos instantes y después miró a la mujer, Ramiro temió que pronto atacaría a su esposa. Lo peor era que no sabía qué demonios hacer. Ni siquiera entendía que estaba pasando.

―¿Quién eres? ―Preguntó María, con voz trémula.

El demonio le volvió la espalda y se abalanzó de nuevo sobre Ramiro, quien, aunque trataba de defenderse, los ataques de aquél ser eran demasiado rápidos e inhumanos.

―Ve por nuestro hijo y sal ―logró indicar a su mujer―. Yo te sigo en un segundo.

―¡Noo! ―Chilló la mujer.

―¡Vete! Es una orden.

La mujer hizo caso. Ramiro, amante del béisbol, recordó que guardaba un bate sobre el ropero. Forcejeando, cubriéndose el rostro con una mano y con la otra intentando detener al niño-demonio, logró llegar al mueble. Tanteó, la criatura clavando los dientes en su hombro, y dio con el bate. Lo cogió y golpeó sin fuerza a su agresor, logró zafarse un segundo, que aprovechó para golpear con brutalidad. Luego se echó a correr.




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