Historias de terror

El fantasma del guardarropa

Era cierto que la habitación parecía embrujada. De eso no me cupo la menor duda. Aún con la luz encendida, el cuarto parecía lúgubre y solitario. Si un cuarto puede estar triste, sin duda era aquél. La cama era amarillenta, al igual que las sábanas, como si el tiempo hubiese borrado sus colores primigenios. Es más, todo en la habitación era viejo. Me sorprendió que la capa de polvo no tuviera un centímetro de grosor.

Había alquilado aquella habitación porque era la única disponible en el hotel; el único hotel en aquella encrucijada, a más de treinta kilómetros del pueblo más cercano. Era una noche de lluvia y aguanieve, lo que había provocado que el lugar se viera pronto repleto de huéspedes. Yo había llegado cuando el recepcionista entrega las llaves de la última habitación a una señora.

―Lo siento ―me dijo el joven tras el mostrador―, pero acabo de alquilar nuestra última habitación.

―¿Es en serio? ¿No puede acomodarme en una habitación doble o algo así?

―Estamos llenos.

No estaba seguro de querer conducir con el clima tan duro y traicionero de fuera. De modo que le di las gracias y le dije que me quedaría en el estacionamiento, en mi coche.

―Eso no está permitido por las políticas del hotel. Ahora bien, si tanto necesita usted una habitación, hay una en la alcoba, que tengo prohibido rentar, pero…

―Usted me la alquilará a mí.

―Desde luego, pero antes tiene que saber algo…

No le creí. Me contó una serie de cosas raras que habían ocurrido en el susodicho cuarto, pero yo lo tomé a broma. En pocas palabras, me advirtió que podía ser testigo de cosas sobrenaturales, que la habitación estaba embrujada.

―Sólo mantenga la calma y no baje de la cama hasta que amanezca ―fue su última recomendación.

Le di las gracias, tomé la llave que me tendió y corrí hacia acá.

Ahora tengo miedo de que el muchacho no estaba de broma. Todo en la habitación es viejo y tiene pinta de guardar algún pasado oscuro. No sé qué me provoca más aprensión, si la cama amarillenta, la mesa y su silla desvencijada, el cuadro de la derecha de la puerta, extrañamente vacío, o el armario color caoba deslucido, sin gavetas ni espejo, sólo dos puertas con pomos de bronce. En cuanto al cuarto de baño, simplemente no me atrevo a entrar.

«El asunto es que ya estoy aquí ―me digo―. Bueno, a la cama y a dormir. Nada más debe preocuparme».

Y es lo que hago. La cama está limpia, pese al aspecto que presenta, apago las luces, me acomodo en las almohadas y me dispongo a dormir.

Despierto al rato, y me sorprendo al descubrir la habitación tenuemente iluminada. Asustado giro el cuello para descubrir la fuente de esa luz: la descubro sobre mi cabeza, procede de unos ventanales que no recuerdo haber visto a mi entrada; la luz de una luna llena penetra por ella, derramándose a medias sobre el guardarropa y sobre el cuadro vacío junto a la puerta. Y ambos, cuadro y guardarropa, parecen rodearme, vigilarme, como esperando el momento para abalanzarse sobre mí.

Trato de ignorar a mis extraños vigilantes. Cierro los ojos y procuro dormirme. Mientras lo intento, en mi imaginación se forma la absurda idea de que alguien ha aparecido en el cuadro, alguien que me observa con maligna complacencia. De pronto quiero abrir los ojos para cerciorarme, pero el miedo a lo que pueda descubrir me atenaza las entrañas. Al fin los abro, y en el cuadro no veo nada, sin embargo, creo que entreví una silueta difumarse cuando abría los ojos.

Una de las hojas del armario parece moverse mientras miro el cuadro vacío. Dirijo la vista hacia allí con rapidez, pero, lo único que veo es el viejo guardarropa, que hasta parece brillar a la luz argéntea de la luna. De pronto tengo la certeza de que allí dentro hay alguien, el mismo del cuadro, con toda seguridad. Miro el guardarropa con fijeza durante largos y tensos minutos. A veces percibo que las hojas vibran, yo espero expectante, temiendo que algo va a saltar de allí en cualquier momento. Cuánto tiempo permanezco a la espera, es algo sobre lo que no tengo idea. Sin embargo, nada pasa. Pero no las tengo todas conmigo, siento que lo que sea que esté allí dentro, sólo espera el momento oportuno para salir, el cual será cuando yo duerma. Sopeso la posibilidad de abrir el ropero, o salir de la habitación y regresar a mi auto, pero recuerdo la advertencia del joven de la receptoría: Sólo mantenga la calma y no baje de la cama hasta que amanezca. Quizá es lo que tengo que hacer, dejar de preocuparme y dedicarme a dormir.

Me recuesto en las almohadas, tratando de ignorar al ignominioso guardarropa, intentando dormir. Creo que lo estoy consiguiendo. Creo que logro dormirme, sin embargo, es un sueño ligero cuajado de pensamientos sobre la habitación en la que duermo. Pensamientos que no me producen ningún placer.

Despierto con un sobresalto, al sentir un escalofrío en mi columna. Una de las hojas del guardarropa está abierta, un hombre me observa desde allí, la luz de la luna lo ilumina transversalmente; con horror me doy cuenta que la ventana se ha movido a mi izquierda, por ello la nueva dirección de los haces lunares.

El hombre dentro del armario es un hombre horrible: tiras de piel le cuelgan del rostro y brazos, tiene heridas purulentas por todo el cuerpo, y viste a la moda de hace cien años. Los dientes son delgados y bordeados de negro, siempre a la vista en una inquietante sonrisa. Lo único que quiero es gritar, pero estoy tan tenso que hasta la garganta se niega a obedecer.




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