Historias de terror

Extraños amigos

El ruido penetró en mi subconsciente de manera paulatina. Lo atribuí a mi propio sueño en un principio. Pero poco a poco me di cuenta de que ese ruido en realidad estaba dentro de mi habitación. Cuando comprendí eso, las garras del miedo se hundieron en mis entrañas, desgarrándome de forma lenta. Tras escuchar el mismo ruido durante un minuto, llegué a imaginar a un monstruo arrastrándose hacia mi cama. El ruido cesaba durante unos segundos (y yo imaginaba al monstruo tomando impulso) para luego volver a repetirse. ¡Y era dentro de mi apartamento!

Al fin, harto de ese ruido y del miedo que me provocaba, decidí encender las luces y salir de dudas de una vez por todas. Qué más daba si era un monstruo que llegaba para arrebatarme la vida. Bastante poco afortunada era ya ésta, como para ahora temer perderla.

Accioné el interruptor y la luz amarillenta de mis focos baratos bañó mi viejo y polvoriento apartamento. Allí, a un escaso metro de mi cama, había un monstruo. Lo primero que hice fue soltar un alarido y encogerme entre las mantas. El monstruo también reaccionó; dio media vuelta y se arrastró hacia la ventana, cuyo marco abierto indicaba a las claras por dónde se había colado el intruso. No me fue difícil descubrir que el monstruo en cuestión (que más bien parecía un perro) parecía herido. La sangre en el piso así lo atestiguaba, así como su lento y torpe arrastrar. Seguramente había contado con matarme antes de que yo despertara. ¡Mala suerte por él!

Salté de la cama, envalentonado por el estado de mi atacante, y recurriendo a mis viejas muletas, fui a por el cuchillo más grande de mi cocina. Cuando llegué junto a la criatura, que de forma torpe intentaba subir al alfeizar, le di con la muleta para que se diera vuelta. La impresión fue tan fuerte que perdí el equilibrio y caí con el trasero.

Al principio me había parecido un perro, por el pelaje y las orejas principalmente. Pero al darle la vuelta, ya no supe que pensar. Su cara era simiesca, sus manos casi parecían humanas, y estaban dobladas en ángulos antinaturales que dejaba ver el hueso muy cerca de los codos. Aquella cosa, fuera lo que fuera, tenía los brazos quebrados. Su agonía debía ser terrible. El rabo y las piernas parecían de perro, y en su vientre, poco más arriba de un grueso pelaje que estuve seguro cubría su sexo, tenía una especie de bolsa, como un ombligo con pliegues, sólo que del tamaño de un puño.

¿Qué demonios era aquello?

Lo primero que pensé fue en deshacerme de él lo antes posible, pero descubrí que el cuchillo había escapado de mis manos. No importaba, sólo tenía que levantarme, recuperar el arma, y cumplir la faena. El monstruo se dio la vuelta y empezó a acercarse, arrastrándose, imaginé que una de sus piernas también estaba dañada. Sentí miedo, entré en pánico, y también empecé a arrastrarme, sólo que hacia atrás, procurando alejarme de aquel ser pesadillesco cubierto de sangre.

―¿Hey, cojo de mierda, qué es ese ruido? ―Gritó mi amable vecino en el apartamento de al lado. Un maldito gordo que en todos los años que llevábamos siendo vecinos, nunca se había dignado a llamarme por mi nombre.

No le respondí. Pero dejé de escapar. Tenía miedo de aquella cosa horrible que lentamente se acercaba a mí, empujándose con sus patas traseras, su rostro simiesco fijo en el mío, sus manitas quebradas a los costados… Pero ese grito del señor Ángel, me hizo recordar la realidad de mi vida. Sin la pierna izquierda, marginado, en un trabajo de mierda que apenas me daba para sobrevivir, sin familia que se preocupase por mí, sin novia, sin esperanzas de un futuro mejor, las lágrimas brotaron como arroyos de mis ojos y me olvidé del miedo. Mi vida no tenía sentido, muchas veces había pensado en quitármela, pero fue hasta esa noche que decidí que estaba listo para perderla; así fuera a manos de un adefesio.

Cerré los ojos y esperé. La criatura mitad simio mitad perro siguió acercándose. Pero cuando estuvo cerca de mi rostro, lo que hizo fue lamer mi mejilla con una lengua áspera y cálida, limpió mis lágrimas y, por alguna razón que no alcanzo a comprender, me sentí mejor. Al instante siguiente estaba riendo.

Me le quedé mirando. Era un ser, en definitiva, grotesco. Quizá era un monstruo del infierno, o un cruce de especies, o algún animal sin descubrir, o un fenómeno de la naturaleza. No sé lo que era. Pero sentí lástima y una afinidad como pocas. Supe que él estaba solo, igual que yo, además de que éramos bichos raros para la sociedad. Genial, ¿no? Y estaba sufriendo. En la medida de mis posibilidades, me propuse ayudarlo. Supongo que él también sintió esa afinidad por mí, de lo contrario, hacía mucho que me habría matado.

No podía llevarlo a una veterinaria, pero quizá podía hacer toscas tablillas para sus manos quebradas. Trabajé toda la noche. El señor Ángel me gritaba cada poco, siempre insultando, pero no le hice caso. Estaba concentrado en mi tarea. Cuando llegó la mañana, ya había entablillado sus raros antebrazos y vendado su pierna que sólo parecía magullada. Le limpié otras heridas menores y le construí una cama con una caja y una vieja sábana. Después de limpiar el piso, para eliminar la sangre de mi extraño amigo, me puse a la tarea de darle de comer. Probé a darle de mis cereales, pero sólo olió y se negó a probar nada. No tenía mucho en mi despensa, excepto unas cebollas, patatas, algo de queso y dos bolsas de frituras. Todo lo puse frente a él, incluso la sal y el azúcar, pero no quiso comer. Sólo había una opción.

―Ya vengo ―le dije, acariciando su cabeza de mico con orejas de perro―, iré por algo de carne.




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