Emma
Todo el mundo anda diciendo que la familia es lo más importante en el mundo. Son los primeros a los que vas cuando cosas malas suceden. Y yo no digo que no, pero mi amiga Lucy es la única a la que acudiría, exceptuando mis padres, en los que confío plenamente.
El mundo está patas arriba. Bueno, al menos el mío se siente así de vez en cuando.
Hay terremotos, que hacen que mis rodillas tiemblen y desfallezca en el suelo, y ahí me toca volver a levantarme. Siempre es la misma rutina. Andar, correr cuando piensas que todo es seguro y tropezar, haciéndote daño, para luego recordar que si no te levantas te hundes.
Y no quiero hundirme. Ya no más.
De vez en cuando me encuentro extraña. Como si lo que me sucede a mí no le sucede a nadie. Que el universo está en mi contra, cuando probablemente ni siquiera sepa que existo. Que mi destino es asegurado, cuando ni Dios sabe que me hará en el proceso.
A veces mis más recurrentes recuerdos son los malos. Me hace sentir masoquista, pero los buenos nunca aparecen cuando los necesito. Solo vienen los enigmáticos. Los que me recuerdan porqué soy como soy.
Y porqué confío sólo en Lucy.
Y porqué el confiar no es uno de mis rasgos más característicos.
Hace un tiempo
Era un día en familia. Comían alrededor de una mesa rectangular. Todos los niños se situaban comiendo unos en frente del otro. El padre de Emma cocinaba mientras que su madre charlaba animadamente con su abuela.
O eso creía Emma por unos efímeros segundos.
Porque a veces las comidas familiares no tienen nada de familiares. Porque las disputas son horribles de evadir, y más cuando uno de ellos está en busca de batallar.
Jack, el padre de Emma, estaba sacando las costillas de la barbacoa y colocándolas sobre un plato largo y plateado, para luego situarlo en medio de la larga mesa de familiares. Amanda, que al parecer de Emma, hablaba de manera bastante acelerada con su madre, tomó el plató de la mano de su padre. Escogió una costilla y la masticó durante unos segundos.
Sus primos estaban concentrados dibujando en el mantel o rompiéndolo en pequeños agujeritos. Sin embargo, Emma lo estaba viendo todo. Cómo su abuela comenzó a decirle a su padre cómo debía hacer las costillas mejor.
Decía que le faltaba sabor. Mi madre no. Dijo que estaban así bien.
Y ahí iba otra vez.
Su abuela Amanda dejó la bandeja de plata con costillas sobre la encimera de la cocina con un estrepitoso ruido. Su rostro se tornó de un rojo tomate. Su madre fulminaba con la mirada a la mujer que la dio vida. Jack tan solo quiso alejarse de la nueva disputa. O alejar a su mujer de ello. Él bien sabía que aquello no iba a terminar muy bien.
Y Emma sabía que su padre lo sabía. Lo decía su mirada perdida cuando la familia llegaba a casa para una nueva reunión.
De fondo se escuchaba Bad medicine de Bon Jovi, que se emitía por la radio, fundiendo la mayoría de los reclamos de la cocina. Emma no podía sonsacar lo que decían con la música puesta. No obstante, la música solo podía ahogar tantos ruidos.
Y la caída de un plato en la cocina no lo era.
Sus primos, que se encontraban pintando con serenidad nata, por fin se dieron cuenta del jaleo que les rodeaba. Aquel estallido de cristales les hizo saltar en su asiento, y al mismo tiempo, la abuela de la chica de nueve años salió dando grandes zancadas, furiosa. Jaló del brazo a sus nietos y les instó a ir a por sus abrigos y salir del hogar.
Emma sabía que iba a haber una disputa.
Emma sabía que mamá lloraría.
Emma sabía que arreglar las cosas es difícil. Y más entre familias.