Rafael.
No soy una persona orgullosa. Tampoco creo ir fardando de cosas que a la gente sin duda no le importa. Mi mantra siempre fue, «Yo primero, el resto después». Así soy más feliz. Siempre me ha funcionado.
No soy empático. Nunca he tenido la intención de serlo. Soy hijo de una drogadicta y un padre decente. Él me enseñó todo lo que sé hasta hoy. Siempre le he admirado desde lejos. Él me dio el paso a paso a ser cómo él. Hombre casado, con un trabajo de buen sueldo y vida que agradecer.
Soy de seguir las normas. En casa soy el hombre que mi padre siempre quiso.
Obediente y líder.
Siempre me decía: «Los que se interpongan en tu camino deben de ser aplastados. Porque si tú no les pisas, ellos no habrán dudado en pisarte primero.» Por esa razón, nunca me dejaba pisar por nadie. No tenía piedad, pero eso me mantenía en forma.
Me gustaba el control, para qué negarlo. La verdad siempre sale a la luz, aunque solo yo soy el que decide hacia dónde se va a dirigir esa luz. No le tengo recelo a la verdad. Hacía tiempo que descubrí que el temor es una debilidad. Así que lo dominé.
Y así es como me convertí en el miedo.
Hace un tiempo.
En aquella casa solo se escuchaban gemidos de dolor. La angustia. Cómo Uriel St. Laurent presionaba la jeringuilla con fragilidad y dejaba que el mareo la llenase a su mujer, cuyos ojos estaban perdidos en algún lugar muy lejos de allí.
Rafael, a sus seis años de edad, miraba a su madre con curiosidad. Como si aquella, en vez de ser la que la dio la vida, fuera una rata de laboratorio en el que su magnífico padre experimentaba.
Su madre no había podido amamantar. Nunca fue capaz de ello. A lo mejor esa era la razón por la que esa conexión de madre e hijo no se formó. La droga en su sistema nunca se lo permitió. La vacuidad de cualquier alma dentro del pequeño tampoco ayudó.
A Uriel le gustaba su mujer. Qué decir, la amaba. Pero a Uriel no le gustaba la desobediencia. Y la mamá de Rafael desobedeció cuando intentó huir con su hijo tras varios días del parto. Su madre estaba asustada. Y Uriel no soportaba el miedo. Reconocía que el temor debía ser adoptado y no huido. Eso le hirvió la sangre.
Su mamá desde entonces no fue la misma. Rafael nunca fue mirado a los ojos sin que los otros cayesen hacia otro lado, colocados como estaban de tanta porquería en el sistema. Esa era la normalidad del pequeño.
En seguida que le dedicaba segundos de su atención a su madre, quien andaba perdida en el sueño de volver a casa, se dirigió a su padre, quien andaba en el escritorio tecleando sin parar ni un solo segundo.
Solo se levantaba para darle de comer al niño, cuyas necesidades debían ser cumplidas al menos cada tres horas a lo largo del día. Y cuando no era para eso, su atención recaía en su querida mujer, que se retorcía en su sitio en el sofá. Y el día que se situaba en el suelo, queriendo huir tras la puerta, su padre la daba una patada en las costillas, dejándola uno de los numerosos cardinales en la pálida piel.
Rafael vio cómo ambos gritaban. Uno de furia, la otra de horror. Los gritos eran cada vez más comunes. Como el escuchar el piar de los pájaros por la mañana. Como el comer cada día. El día en que no escuchase aullidos contrarios al regocijo, era el día distinto a los corrientes.
—Uriel, por favor…—le suplicaba la madre, cuyas mejillas se mostraban hundidas de cansancio y como daño colateral a las drogas que su padre la hacía ingerir. Sus labios, resquebrajados, tiritaban.
Rafael, como de costumbre, se sentaba en el sofá, donde encendía el televisor y ponía el programa de costumbre. Nunca supo cómo cambiar el canal. No parecía tener canales. Simplemente era un CD que llevaba puesto ahí desde hacía un tiempo. A Rafael le fascinaba.
En seguida sus oídos se inundaron con gemidos de fingido placer y cuerpos desnudos. Sus ojos no se abrieron como platos, como las primeras veces. Observó cómo la mujer del video, cuyos senos eran de grandes tamaños, se posicionaba como el cachorro de los vecinos de al lado, un hombre de gran tamaño abalanzándose sobre ella, formulando grandes estocadas desde la parte trasera. Rafael nunca entendió el porqué de tanto ruido en aquellos programas. Pero aquello no hizo que su curiosidad aminorase.
Al contrario, estaba aún más incentivado que nunca.
Años más tarde, observando el mismo programa, su mano se dirigió hacia su miembro donde se satisfacía a sí mismo hasta llegar al límite. Donde el placer era sobrehumano. Observaba a la mujer, posicionada contra la cama, siendo ahorcada con la mano del actor en el cuello. Aquello le hizo venir de nuevo.
Debía irse de casa. Sus clases comenzaban en menos de media hora, y él solía ir en su auto. Terminó lo que empezó, y una vez se bebió su zumo de naranja directo del cartón, salió por la puerta de casa.
Una vez llegó al instituto, uno de sus amigos más cercanos, Marco, de la misma altura y cabello rubio con ojos castaños pequeños, se posicionó a su lado, dándole un puño en el hombro, como de costumbre. Rafael sonrió con complicidad.