Mi nombre es Tomás, nací y crecí en la ciudad de Tandil. Siempre me ha fascinado la tranquilidad de las sierras, el aire puro y la calma que parece envolverlo todo. Desde pequeño, pasaba los fines de semana recorriendo los senderos y escalando las rocas de los cerros con mis amigos. Sin embargo, hay un lugar que siempre evitábamos: un sector remoto en lo profundo de las sierras, conocido como "El Hueco del Duende". Los lugareños contaban historias sobre seres pequeños, traviesos, que habitaban allí. Nunca les presté demasiada atención… hasta que una tarde, lo vi con mis propios ojos.
Era otoño y el sol comenzaba a ponerse detrás de las sierras, pintando el cielo de un naranja intenso. Decidí ir solo, algo que no solía hacer. La caminata era pacífica, el crujir de las hojas bajo mis pies era el único sonido, y el aire fresco de la tarde hacía que la experiencia fuera aún más placentera. Pero al acercarme a la zona donde se decía que habitaba el duende, todo cambió.
El ambiente se volvió extrañamente pesado, como si algo invisible estuviera envolviendo el lugar. Los pájaros dejaron de cantar, y solo se escuchaba el viento silbar entre las rocas. A pesar de que era un día despejado, una neblina espesa comenzó a levantarse, cubriendo el suelo. Me sentí inquieto, pero seguí caminando, empujado por la curiosidad.
Al llegar a un claro rodeado por piedras, vi algo moverse entre las sombras. Al principio pensé que era un animal pequeño, un zorro o un hurón, pero cuando lo vi de cerca, me di cuenta de que no era nada de eso. Era un ser diminuto, no más alto que mi rodilla, con una piel rugosa y oscura, y unos ojos grandes y brillantes que parecían reflejar la luz del ocaso de manera antinatural.
No podía creer lo que estaba viendo. Me quedé paralizado, mientras aquel ser me observaba desde la distancia. Parecía un duende, tal y como los describían las leyendas: pequeño, con orejas puntiagudas, y vestido con harapos sucios. Pero lo más perturbador era su sonrisa, torcida y maliciosa.
Sin previo aviso, el duende desapareció entre las rocas, pero su presencia aún se sentía. De pronto, escuché risitas agudas que parecían venir de todas partes a la vez. El sonido rebotaba entre las piedras, haciéndome sentir rodeado. Intenté seguirlo, pero cuanto más avanzaba, más me perdía en el terreno. Las piedras, que antes conocía de memoria, parecían haber cambiado de lugar. La neblina se espesaba, dificultando mi visión.
Las risas se hicieron más fuertes. A cada paso, sentía que algo tiraba de mi mochila, de mis pantalones. Cuando me detuve para mirar, vi pequeñas sombras moviéndose rápidamente a mi alrededor. Algo me arrojó una piedrecita a la espalda, luego otra al hombro. Empecé a correr, sin rumbo claro, solo quería salir de allí.
Pero cuanto más corría, más sentía que me adentraba en su territorio. La neblina, las risas, los susurros, todo se intensificaba. Mis piernas empezaban a ceder, y el pánico me invadía. Grité, pero mi voz apenas se escuchaba, como si el aire hubiera absorbido el sonido.
Justo cuando pensé que no encontraría salida, tropecé y caí de bruces al suelo. Mientras levantaba la vista, lo vi una vez más: el duende estaba frente a mí, pero esta vez no sonreía. Su mirada era fría y penetrante. Con un gesto lento, levantó una mano y señaló algo detrás de mí.
Me giré rápidamente y vi una grieta en las rocas. Sin pensarlo dos veces, me arrastré hacia ella y salí a otro lado del cerro. La neblina empezó a disiparse, y las risas desaparecieron, dejando solo el silencio de las sierras. Había vuelto al sendero principal, como si nada hubiera pasado.
Corrí hasta llegar a la ciudad, sin mirar atrás. Desde ese día, evito las sierras al caer la tarde. Aunque a veces, cuando el viento sopla entre los cerros, me parece escuchar aquellas risitas lejanas, recordándome que no estaba solo esa tarde en las sierras de Tandil.
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Editado: 20.09.2024